Al tratarse de una reforma que busca llevar a cabo un cambio paradigmático en el sistema educacional chileno, habría sido muy importante haber dado unos pasos preliminares. Entre ellos, la instalación de un gran diálogo y debate democrático acerca de los valores que constituyen la identidad cultural que caracteriza el alma nacional; discernir juntos como el país que anhelamos construir entre todos, la realidad global de nuestros niños y jóvenes, sus principales necesidades en los diversos ámbitos de su vida, las esperanzas de la sociedad para un desarrollo en equidad y a escala humana, y finalmente a la luz de la pluralidad y diversidad propias de una sociedad libre y democrática, el tipo de educación de calidad pertinente a lo anterior, respetando al mismo tiempo la naturaleza y fines esenciales de la misma, en donde la vida de la persona de los alumnos está en el centro del hecho educativo.
Lamentablemente la premura de los tiempos y objetivos políticos han dicho otra cosa. Ha primado un pragmatismo que nos ha obligado a analizar sólo una parte en sí misma, al margen de una propuesta más global que le daría su sentido orgánico y procesual, pero de la cual se desconocen hasta ahora sus características y alcances.
Al no haber ocurrido así, este proyecto se ha centrado solo en la educación particular subvencionada, y en medidas pragmáticas relacionadas básicamente con aspectos de tipo económico, suscitando innegables desconciertos y grandes preocupaciones, no sólo al interior del sistema educacional. En efecto, de una lectura trasversal del documento, y de la sumatoria de nuevas normas, restricciones y sanciones propuestas, queda la sensación de una fuerte desconfianza hacia la totalidad de la educación particular subvencionada, acompañada por una mirada ideologizada de parte de algunos sectores, que buscarían su reducción al mínimo.
Esta ley, en justicia, debería reflejar en cambio la plena confianza del Estado en el indesmentible aporte al bien común de la sociedad, y a la familia chilena que la prefiere masivamente. La educación, por lo delicado de su misión, es esencialmente un tema de confianza, que se inicia con la de los padres al poner en manos de la escuela elegida la formación integral y la vida de sus hijos. Sin confianza, no es posible educar.
Sin perjuicio de lo anterior, como imperativo ético, confiamos se logre corregir prácticas abusivas por parte de un porcentaje de sostenedores inescrupulosos, y que condenamos por el grave daño causado al sistema subvencionado.