Cultura de silencio
L e prometí a mi prima violinista que vive entre Granada y Berlín, dedicada a tocar en una orquesta, que le dedicaría un texto sobre el silencio. Ella, además de música es escritora y, la ausencia del sonido, valga la paradoja, tiene para ella un efecto musical y estético potentísimo. El ruido, en cambio, es peyorativo comunicacionalmente. Vivimos en ciudades ruidosas, brutal y patológicamente ruidosas. Y aquí la palabra no sólo tiene una acepción física o material, sino cultural. Conspirativamente hablando nos programan para vivir en un ambiente de ruido y para producirlo. No quiero sofisticarme y hablar de contaminación acústica, porque se trata de algo más complejo. Nuestra cultura es estridente. El chillido y el griterío, el bocinazo, el sonido industrial y la violencia naturalizada de la calle se nos ofrece como el modo canónico de vivir el espacio público. Volviendo a lo de mi parienta, cuando la paseaba y le mostraba Valpo, a ella le impresionaba la arrogancia impúdica del sujeto chilensis a la hora de apropiarse de la calle. En general a todos nos gusta la festividad o el carnaval, pero no como algo cotidiano que necesariamente desvirtúa la fiesta popular, producción sonora que está definida por su carácter ocasional. Ruido es, también, la basura instalada como decorado del paisaje urbano, así como la mierda que tapiza las calles, los rayados, la soberbia carretera de la subcultura pendejística o la agresión neopanketera que se apropia invasivamente de algunos espacios de la ciudad, exhibiendo una actitud agresiva y desafiante con respecto al resto de los ciudadanos. Es un quiebre de la continuidad del paisaje o es un sucedáneo degradado de la subversividad resistencial, fuera de época. Nos imaginamos que para el desarrollo de una subjetividad plena, es necesario el silencio como estado de quietud. No sólo por un tema reflexivo, de las llamadas tecnologías del yo que inauguran la episteme moderna, con la introspección y el autoconocimiento, parafraseando a Michel Foucault, sino por un tema de diseño de sujeto y de ciudadano.
El ruido es criminal, es violencia contra la ciudadanía; una de las reivindicaciones para un muevo modo de habitar las ciudades debiera estar ligada a la producción de un silencio necesario para una vida plena; se nos debiera educar al respecto. No se trata de proponer una ciudad monacal, pero sí neutralizar la barbarie que amenaza la vida pública. Parte de estas reflexiones surgieron de la lectura que hizo mi prima de un cuento que yo escribiera llamado "La Felicidad de los Otros", en que un narrador personaje, algo sicótico, no soporta, precisamente, el ruido celebratorio, infernal e impúdico que impera en su comunidad cuando se generan situaciones festivas, como cuando padecemos un cumpleaños en una mesa contigua en un restorán; algo parecido ocurre con el gorilón básico que grita un gol de su equipo o con el tocador de tambores. El personaje de ficción ejerce la solución fascista, la fantasía criminal, la de exterminar al ruidoso y al que se apropia impunemente de espacios públicos, quemándolos vivos. El mismo fascismo que ellos imponen a los vecinos que deben salir por la mañana a barrer los restos de un carrete que aconteció en la puerta de sus casas, como me toca presenciar en la patrimonial ciudad de Valpo. Cualquier proyecto cultural moderno debe suponer una política del silencio, que es algo más qué comparecer calladitos en la vía pública.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .