Formo parte de una comisión que elabora un programa político municipal. Me enfrento a los ingredientes ficcionales de la cosa pública. Me cuesta mucho la redacción del deseo ciudadano, que no es lo mismo que su escritura. El programa es un género literario que le rinde tributo a la utopía y a la fantasía heroica, y, por qué no decirlo, al relato de la ciencia política, Maquiavelo mediante. El referente son las políticas públicas destinadas a un personaje o protagonista colectivo, el pueblo, la ciudadanía, el cliente, según el formato.
La comisión recoge información y la procesa. Visiones, imágenes, deseos, esperanzas de gobernabilidad comunal o delirios, en donde la basura, la mierda de perro, las construcciones en altura y el miedo a las catástrofes constituyen el acontecimiento. Comparo esto con textos murales más ideológicos, provenientes de grupos tribales de producción de verdad, que muchas veces denuncian la colusión y el abuso de los poderosos, o llaman a luchar, pero cuyo mensaje no sólo no tiene incidencia alguna, ni siquiera se mantiene como presencia de marca, apenas es una mancha dañina en una muralla, tan patética como los grafos misteriosos y autorreferentes de anónimos pendejos que marcan cualquier superficie de la ciudad como un gato que orina una zona de pertenencia. Contrasto esto con los murales cuidaditos de La Chacón, heredera del muralismo de la Ramona Parra, con sus pedagógicos enunciados partidísticos en un soporte de papel de imprenta, muy bien pegados en muros legitimados. Textos que corresponden a propuestas programáticas, como terminar con la corrupción o con las AFP, o sobre la reforma educacional o tributaria, etc. Aquí estamos ante una oferta menos invasiva y más responsable, aunque no dejan de jugar a la superioridad ética e intelectual sobre el resto de la ciudadanía que necesitaría de su texto guía. El narrador de un texto programático, no siempre consciente del carácter irremediablemente ficticio de su escritura, deja hablar a sus personajes que exhiben el fervor épico de una comunidad ávida de representatividad. Los soportes de esa escritura no serán los muros de las calles, sino unos volantes o afiches y algún inserto mediático.
Y en el colmo de mi angustia e impotencia con el proceso de escritura del texto programático ingreso al Moneda de Oro, pretendo almorzar. El azar quiso que detrás de mí se instalara una mesa de funcionarios que probablemente venían de la Intendencia. No pude dejar de escuchar su conversación, además de sus risas y pachotadas, insertas en un habla llena de soberbia. Al parecer eran operadores del Partido Socialista, incluso había uno que había sido candidato a concejal, por lo que pude escuchar. Ahí me di cuenta que ni la ex Concertación ni la derecha tienen programa, porque su texto es otro, el del cahuín patológico filtrado y/o mediado por el género del fallo judicial.
Lo concreto es que me arruinaron la colación. Una situación como esta puede ocurrir en todas las zonas cívicas en donde se instala una intendencia regional, es decir, en los bares y restoranes que hay en su radio de influencia. No puedo dejar de recordar sus pelambres odiosos y las citas de personajes que algunas veces leo en el periódico, como Candia, Canobio o De Rementería, además de algunos alcaldes regionales y gobernadores. Lo que más me impresionó es que su relato no parece estar determinado por el caso Penta y SQM, acontecimiento que determinan el fin de un relato posible y la imposibilidad de cualquier texto programático que venga de esa zona.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .