Nunca me ha gustado la función autoral, dicho más claramente, no me gusta el autor; ese sujeto casi siempre delirante que se cree poseedor de una singularidad especial. La muerte del autor es tema viejo, más de alguna vanguardia quiso herirlo de muerte y la semiología estructuralista sospechó de él y también lo puso contra las cuerdas. Lo concreto es que es una función del discurso que nuestra modernidad sobredimensionó. El autor, igual que el hombre (parafraseando al maestro Foulcault), es reciente, algunos lo hacen nacer en el Renacimiento, pero su conformación estricta es del iluminismo; estuvo a punto de morir con el formalismo ruso, pero lo resucitó delirantemente la economía neoliberal. Siempre he sentido que la literatura, así como la conocemos, no debiera estar supeditado sólo al gesto autoral, hay otros tópicos o elementos discursivos relevantes, como la cita y las variantes que oferta la intertextualidad, es decir, todos aquellos síntomas del discursos que nos dice que todos hablamos de lo hablable, o que ya estamos dichos, que no hay originalidad, sólo variaciones de un mismo tema y recodificaciones. Al imponerse la sociedad del espectáculo se consagra al autor y se hacen negocios con él. Por eso cuando se habla de libros o de música, el sentido común pide autores. Todos ellos suelen conformar un cierto Parnaso o mercadillo estelar; como el modelo que generó la cultura hollywoodense. Esto lo podemos homologar al espectáculo futbolístico, donde los jugadores son héroes aclamados por multitudes, determinados por una capacidad especial que los medios hacen relevante, transformándose en un referente de una comunidad que necesita identificarse con sus estrellas propias. Los que tenemos una concepción más colectiva de los hechos culturales resentimos al individuo endiosado e institucionalizado por las necesidades de un mercado que necesita promover sus productos que, por lo general, paralizan los cambios sociales. Volviendo al fútbol, uno preferiría que se promoviera el juego colectivo y que todo logro de un equipo es producido por el trabajo grupal y no por estrellas que lo condujeron a la victoria. Por eso se valora tanto cuando los equipos chicos, sin grandes estrellas, como el Leicester de Inglaterra, gana un campeonato tan potente como el inglés. En nuestro medio eso también suele ocurrir: recuerdo al mítico San Felipe de Santibáñez. En el caso de poetas y escritores la consagración de un autor suele depender de operaciones político institucionales, de estrategias editoriales, de operaciones promocionales y de situaciones histórico políticas. Yo preferiría hablar del efecto Neruda y no de Neruda mismo, en el sentido de que hay una estrategia que lo precede que es fascinante desde el punto de vista analítico por las variables que intervienen; o del efecto Borges o del efecto Bolaño que es toda una pesadilla para los autores actuales. Cuáles son los derroteros táctico estratégicos de su instalación editorial y mediático cultural. Me apasiona describir ese tipo de estrategias instalativas de autores. El caso de Parra, por ejemplo, es súper interesante, a pesar de sí mismo y de sus torpezas operativas que terminan por volverse a su favor. Una de las estrategias más usadas es aquella que utilizan algunas grupos generacionales que, para desbancar a otra o por posicionarse, resucita a un caído o a un poeta anterior, generalmente poco visible. Hemos sido testigos de cómo grupos de interés culturoso recuperan a De Rokha o a Juan Luis Martínez, sólo para ajustar cuentas con las autorías hegemónicas dominantes que impiden su propio desenvolvimiento.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .