No tiene que ser de noche para alcanzar las estrellas, siempre están ahí esperando ser tocadas. Me resulta un tanto extraño que enfrentemos un día especial para rendir homenaje a ese ser llamado madre, lo digo porque ella como esas estrellas siempre está presente, ya sea en los inviernos -con sus lluvias y fríos- en los otoños con las hojas que porfían por no secarse o en la primavera en medio de sus colores y perfumes. Y en los veranos con su sol que acaricia viñedos y espigas de oro en nuestros campos.
Me queda una prudente duda si estoy en lo correcto por la forma que quiero enfrentar este día tan especial, ojalá nadie se moleste porque la intención es honesta y muy sincera, quiero hablar de mi madre, una mujer a quien el tiempo pasaba respetuosamente a su lado, hasta que al cumplir casi 104 años le dijo: ¡Está bueno, vamos!
Soy de una edad avanzada, pero yo no lo siento así (no quiero decir viejo por coquetería) pero cuando ella partió me sentí huérfano, se me había ido mi padre José y mi Juana, con sus más de cien años. Ella amaba la vida igual que yo, tanto es así, que considero la muerte como la última maldad cuando amor y lealtad. Ella se preparaba para cada jornada humilde en su vestuario, pero impecable por su limpieza y la perfección de sus líneas.
Para mí ella se mostraba hermosa aunque estuviera por horas inclinada en la vieja artesa donde lavaba nuestras ropas, lo hacía concentrada y después dibujaba las líneas con la plancha a carbón.
Mi historia de vida la conocen muchos, emergió mientras en su puesto de zapatero mi padre laboraba afanosamente y yo siempre observaba una banca vacía de su taller que estaba reservada para mí, pero acontecía que cada vez que miraba los ojos serenos de mi Juana, veía otro futuro, pero que había que lucharlo con más vehemencia y ganas que el resto, por el hecho de ser pobre.
Hago esta columna para las madres como la mía que desde su origen obrero nos construyeron a pulso heroico y a veces doloroso. Ella nunca me contó qué sintió cuando desde la tribuna de Honor del Congreso Nacional vio a su hijo -de las botas de agua y de ropa de mezclilla- jurar por 24 años como diputado y senador de la República, todos gracias a sus sueños escondidos que tenía para mí.
En el epílogo de este extraño homenaje déjeme que les cuente que a mis 80 y tantos años miro hacia el pasado y me he puesto a llorar.
Roberto Muñoz Barra Ex senador y presidente Instituto Estudios Públicos Social Demócrata