En un país moderno, todo ciudadano tiene derecho a la vida, libertad y seguridad - así reza la mayoría de las constituciones, incluyendo la chilena- y el Estado, representado por el gobierno de turno, tiene la obligación de cautelar estos derechos, no importando diferencias de origen, color, género, ideología, edad o clase de los ciudadanos.
Un aspecto clave de lo anterior es que el Estado está obligado a dar protección a todos y cada uno de los ciudadanos. Cuando esa obligación no se cumple, el acuerdo social se rompe.
Pero debemos entender que pueden haber circunstancias que impidan el cabal cumplimiento por parte del Estado. Por ejemplo, las propias derivadas de las fuerzas incontrolables de la naturaleza. Allí lógicamente el Estado deberá ayudar a corregir, paliar o restituir el daño provocado en la vida o patrimonio de sus ciudadanos por esas causas.
Lo que, sin embargo, no se podrá soslayar serán aquellas obligaciones nacidas de situaciones internas que, pudiendo haberse corregido no se han hecho, como la violación a los derechos de las personas o su propiedad en el presente como en el pasado. En esta categoría cae lo que se ha producido durante años en La Araucanía, donde históricamente se han vulnerado los derechos de las habitantes originarios (indígenas), por parte del mismo Estado, y hoy se vulneran los derechos de los habitantes (aún llamados colonos, aunque hace mucho tiempo esta definición está obsoleta), al no protegerlos debidamente a ellos y sus propiedades. ¿Cómo paliar los daños cuando el Estado no ha podido dar debida protección? No tener respuesta es serio.
Pero llegar a la definición que han hecho autoridades de Gobierno, en su calidad de representantes del Estado, de que no se puede cumplir el derecho constitucional de protección de todos los habitantes (como resultado concreto; las buenas intenciones son solo discurso), o de los efectos que ello ha producido en el daño patrimonial, no mitigando, corrigiendo, paliando o restituyendo el daño que la misma inacción del Estado ha causado, es de por sí sumamente grave. Es como oír un fuerte '¡Arréglatelas solo!'. Eso es inaceptable.
Dios delega a los gobernantes el poder temporal con propósitos específicos -todo poder es otorgado por Dios y está limitado a la temporalidad de la vida-, siendo una gran responsabilidad servir a cada miembro de la sociedad.
La negligencia o voluntad en contrario tiene como resultado una respuesta reprobable por parte de Dios, ya sea que lo entiendan o no.