El Papa Francisco acaba de hacer un dramático llamado a todas las Iglesias católicas esparcidas por el mundo, a orar por la Paz, especialmente en el norte de Irak, en donde la crueldad y una verdadera política de genocidio se ha lanzado en contra de pueblos que la habitan, en razón de sus creencias religiosas o condiciones étnicas.
De entre ellas, señala el Santo Padre, en modo particular las pequeñas comunidades católicas, están siendo devastadas con la pérdida de la vida de no pocos de sus integrantes, y obligadas a huir al exilio desde una tierra en donde han habitado por generaciones.
Detrás de ello, un modo radicalizado de vivir y concebir el Islam, puesto al servicio de evidentes intereses relacionados con el poder, la política y el dinero.
En el día de ayer presenciábamos la multitud que en Corea del Sur, celebraba junto al Papa la beatificación de más de cien mártires, hombres y mujeres, todos laicos hijos de esas tierras, que en su momento debieron ofrecer su vida y derramar su sangre por adherir a Jesucristo y a su Evangelio. Durante esta semana, un misionero español en África, fallecía víctima también él del temido ébola, compartiendo así en todo, fielmente, y hasta el final, a ejemplo de la encarnación de Jesús, la suerte del pueblo a él confiado para su evangelización.
Son sólo algunos testimonios de tantos cristianos que han vivido y viven hoy su existencia y compromiso diario, desde las convicciones más profundas del Evangelio, aún sabiendo que dar testimonio y hacer realidad en la vida cotidiana el amor de Jesucristo, puede dos mil años después seguir implicando dolor, sufrimiento y muerte.
Tal vez, porque quien abre su existencia y corazón a ese tipo de amor se sentirá llamado irremediablemente a trasformar las estructuras de la sociedad y el mundo según el querer de Dios y la salvación integral de sus hermanos.
Ello, como desde el inicio, no será permitido por el mal de este mundo y la diversidad de poderes que lo encarnan. Pero es un dolor redentor, fecundo, capaz de humanizar las sociedades, y cuya sangre derramada ha sido siempre semilla de nuevos cristianos.