Mientras muchos hogares se reunían en Nochebuena, para compartir en familia su fe, esperanza y amor en torno al pesebre, y mientras tanto -cuando aún no nos reponíamos de la brutal muerte del niño Mateo en el norte o del sacerdote atacado en Angol-, algunos ponían bombas homicidas en recintos policiales de Temuco, otros asesinaban en poblaciones de Santiago, varios procedían a asaltar con inusitada violencia... Y ello como un pálido reflejo a las graves situaciones que están ocurriendo en todos los continentes, en donde cada día aumenta el incontable número de las víctimas. Son los modernos "Santos Inocentes" que recuerda hoy el Santoral de la Iglesia. Son la innumerable cantidad de seres humanos que bajo las insidias del mal, son ofrecidos a diario en sacrificio a los ídolos del poder, del materialismo, de las ideologías, del fanatismo religioso, de la codicia del mercado, de la violencia indiscriminada, o del placer exacerbado, al punto que el Papa Francisco aseguró que "hay verdaderamente muchas lágrimas en esta Navidad junto con las lágrimas del Niño Jesús".
Pareciera que el Mesías de Dios nace, como hace dos milenios, en medio de una etapa de decadencia de nuestra civilización. Quizás, porque hemos estado más preocupados de construir una economía, que una sociedad. Quizás, porque extremando los medios hemos perdido los fines, y con ello el valor supremo de la vida y la dignidad del ser humano, volviéndonos así inmorales. Quizás, porque relegando a Dios, arrasamos con el sentimiento religioso, construyendo el sinsentido existencial y una cultura vacía, sin alma, en donde nos vamos quedando sin razones para seguir creyendo, esperando y amando.
Que el Espíritu Santo ilumine hoy nuestros corazones, para que podamos reconocer en el Niño Jesús, nacido en Belén de la Virgen María, la salvación que Dios nos da a cada uno de nosotros, a todos los hombres y todos los pueblos de la tierra. Que el poder de Cristo, que es liberación y servicio, se haga oír en tantos corazones que sufren la guerra, la persecución, la esclavitud. Que este poder divino, con su mansedumbre, extirpe la dureza de corazón de muchos hombres y mujeres sumidos en lo mundano y la indiferencia. Que su fuerza redentora transforme las armas en arados, la destrucción en creatividad, el odio en amor y ternura. Así podremos decir con júbilo: «Nuestros ojos han visto a tu Salvador».
Héctor Vargas Bastidas,