Cuando nace la iglesia cristiana hace 20 siglos, el enfoque de la Semana Santa fue la resurrección de Cristo, por lo que se esperaba con ansias el llamado Domingo de Resurrección, que era un tiempo de celebración. Cada semana se iniciaba con el domingo, para celebrar esta realidad.
Pero al pasar los siglos la iglesia guiada por motivaciones humanistas, entre ellas el morbo del sufrimiento, se enfocó en la pasión y muerte de Cristo, exigiendo a los creyentes evitar hacer o comer algo, en señal de respeto ante la cruz. Se enfocó entonces en la pasión y muerte, y se dejó a Cristo clavado en la cruz por los siglos de los siglos.
La Reforma Protestante, a la luz de la Biblia y no ya de la tradición, equilibró los conceptos: el de la justicia de Dios que requería sacrificio (el único posible a los ojos de Dios, era el de Cristo en la cruz en nuestro lugar), y el del perdón de Dios hacia la raza humana. Se bajó a Jesús de la cruz, y se dejó la tumba vacía en señal de victoria. El perdón recibido llevaba a celebrar.
Por ello los cristianos hoy afirmamos como base de nuestra fe, que Cristo bajó de la cruz, y salió de la tumba, venciendo la muerte. Esa muerte que a todos llega, pero para quienes hemos puesto nuestra confianza en su resurrección, nos permitirá un día resucitar también y vivir por la eternidad.
Pero nuestra sociedad ha perdido ese sentido y más bien "celebra" este fin de semana con un hedonismo santificado, consumiendo pescados y mariscos, alcohol y disfrutando el tiempo libre y hasta buscando huevitos. De semana poco, de Santa, nada.
Pero Cristo no está muerto, ¡ha resucitado! Esa es nuestra certeza y nuestra esperanza de un futuro mejor. La Semana Santa nos recuerda que en Cristo siempre hay esperanza. Esperanza de un futuro mejor, y de reparar todo lo dañado, de arreglar todo lo quebrado, de restaurar todo lo enfermo. Nuestro país está dañado físicamente, quebrado moralmente y enfermo espiritualmente. Ruego al Señor que resucitó que nos permita como sociedad, junto a las autoridades, reconocer nuestra situación y aferrarnos a la esperanza en Dios que el futuro podría ser mejor. Depende de si reflexionamos, no sólo quedándonos en el análisis, sino en una profunda y honesta disposición de cambio. Ese cambio comienza pidiendo perdón, reconociendo nuestra realidad y humillándonos ante Dios. Espero que desde la Presidenta, pasando por los políticos, siguiendo por las autoridades y llegando a cada ciudadano, esto sea una realidad que nos permita ver un futuro mejor.
Andrés Casanueva