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La Oculta

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Mirado desde las montañas verdes el profundo valle de Medellín sugiere un paraíso. Entre los dos mil quinientos y los tres mil metros de altura bosques fríos coronan la cordillera de la cual se desprenden saltos de agua. Más abajo el monte selvático, los bambúes colosales, se alternan con los sembradíos de flores y las granjas donde las vacas pastan en inclinadas praderas siempre verdes. Al fondo de ese valle yace la ciudad.

A esas bellezas geográficas se añade la simpatía de los antioqueños. El tono de voz suave, la sonrisa fácil, la buena disposición general sugieren un carácter tan templado como este clima subtropical de eterna primavera, sin fríos ni calores extremos.

Pero si tantas maravillas son ciertas, ¿de dónde diablos salió la violencia extrema que asoló a esta sociedad hasta hace poco? ¿Y dónde se oculta ahora?

Asisto a la Fiesta del Libro que se celebra en el Jardín Botánico de Medellín. Entre los frondosos árboles tropicales circula una multitud de jóvenes ilusionados con la lectura, mientras en una modernísima sala participo de una mesa redonda titulada "La vida está en todas partes". Pese a que el tema nos invita a afirmar la vida, nuestra conversación deriva incesantemente hacia la muerte. La gran violencia colombiana, el odio ideológico de las guerrillas, la represión brutal de paramilitares y militares, los crímenes patológicos del narcoterrorismo, han dado argumento a mucha literatura. Así y todo el escritor que conduce este diálogo nos sugiere tratar el asunto con mejor humor. Pero los contertulios nos justificamos con una explicación de vieja prosapia: la alegría de vivir es mayor gracias a la conciencia de la muerte. Todos esos males que esta sociedad sufrió y aún padece refuerzan, paradójicamente, su actual deseo de ser feliz.

En La Oculta, su más reciente novela, el escritor antioqueño Héctor Abad Faciolince pinta un fresco local y universal que puede ilustrar esa aparente contradicción. La novela ocurre en una finca llamada La Oculta, quizás porque queda escondida detrás de montañas paradisíacas como las que rodean Medellín. Allá lejos, a mediados del siglo XIX, entre las tierras bajas calientes y las alturas de los bosques fríos un puñado de pioneros abrió la selva, fundó pueblos y haciendas. Pero a fines del siglo XX los últimos vástagos de esos pioneros, los tres hermanos Ángel, conservan apenas un puñado de vacas y un caserón.

En el curso de cinco o seis generaciones la familia Ángel pasó de la pobreza impetuosa y fundacional de sus orígenes a la modestia de una clase media sin lujos pero educada. Pese a que ahora viven en la ciudad y a que el pedacito de la hacienda familiar que aún mantienen sólo les origina gastos, los tres Ángel no venden La Oculta. No la venden cuando los guerrilleros secuestran a uno de sus hijos durante un año y exigen un enorme rescate que los arruina. Ni siquiera venden cuando una banda de paramilitares, que supuestamente los libraría de las guerrillas, quiere quitarles la tierra y para eso asaltan la casa e intentan matar a Eva, una de las hermanas. Ella se salva lanzándose de noche a un lago y nadando bajo el agua mientras los sicarios le disparan.

Esa escapatoria de Eva, nadando escondida por unas aguas oscuras, puede simbolizar aquella inexplicable resistencia de los Ángel. A lo largo de generaciones varios miembros de la familia se ahogaron en ese lago. Pero ahora éste "oculta" a Eva salvándola de sus enemigos.

Los hermanos Ángel parecen entender instintivamente esa paradoja que incita a celebrar la vida luego de tantas muertes. Las grandes riquezas y bellezas de esta tierra le han traído sufrimiento a mucha gente. Por explotarla se han cometido innumerables violencias. Pero la tierra termina cuidando a quienes la defienden.

La buena literatura puede agudizar la conciencia de la muerte. Pero así también contribuye a celebrar la vida.

POR CARLOS FRANZ*