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Tumbas perdidas

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Encontré la idea para mi más reciente novela, Si te vieras con mis ojos, en una historia verdadera. El pintor viajero Johann Moritz Rugendas -a quien su amante chilena apodaría "Moro"- llegó a Valparaíso en 1834. Llevaba tres años pintando en tierras americanas y a Chile venía sólo por unas semanas. Le habían aconsejado que no fuera al Cono Sur porque allí no encontraría nada atractivo para su arte. Sin embargo, Rugendas vino y encontró atractivos que lo atascaron en estas tierras ¡durante ocho años! La atracción mayor fue una mujer casada.

Carmen Arriagada tenía veintisiete años cuando conoció a su "Moro" que tenía treintaitrés. Ella llevaba una década casada con un hombre mucho mayor, un héroe de la Independencia que cojeaba a consecuencias de sus heridas en la batalla de Ayacucho. Carmen tenía una inteligencia y cultura excepcionales, una gran sensibilidad y mucho carácter. Pero estaba atrapada en un matrimonio insatisfactorio.

Dos seres inquietos: una mujer insatisfecha y un pintor viajero, ambos románticos. No se requería más para que se declarara un incendio pasional. Un incendio que inflamó mi imaginación desde que supe de él.

Hace más de veinte años leí, conmovido, las apasionadas cartas de Carmen a Rugendas. Encontré en ellas los elementos para una novela de amor tan vieja, tan actual, tan del futuro como el amor mismo. También por eso era una novela difícil de narrar sin caer en los convencionalismos del "género romántico". En caso de escribirla tendría que usar esas convenciones irónicamente, e introducir algún factor que rompiera el estereotipo cursi del triángulo amoroso. ¿Pero cuál?

Charles Darwin llegó a Valparaíso casi al mismo tiempo que Rugendas. El joven naturalista inglés, que estudiaba teología en Cambridge, era muy diferente al artista romántico alemán. Darwin era un racionalista ingenuo, pragmático, puritano y probablemente virgen. En otras palabras, este "novicio" era un candidato perfecto para imaginar una perversión: él se encargaría de romper ese triángulo amoroso de Carmen, su marido y Rugendas, ¡elevándolo al cuadrado!

Puede que todos los novelistas seamos un poco románticos. Al fin y al cabo, este es un oficio de soñadores. Sin embargo, advierto que mi impulso para escribir esta novela fue no "un poco" sino muy romántico. Ese cuadrado amoroso -la mujer, el marido, el amante y el rival del amante- me tentó con oportunidades dramáticas, eróticas, intelectuales e incluso humorísticas (sólo ama de verdad quien se atreve al ridículo). Pero mi motivación profunda para reinventar aquel amor imposible, frustrado hace más de un siglo y medio, fue darles una segunda oportunidad a esos amantes separados.

Esos enamorados desunidos se encuentran de nuevo en esta ficción. En ella "realizan" en parte lo que la realidad les prohibió, recorren algunos caminos que encontraron bloqueados. Aunque al final también en mi ficción los amantes vuelvan a separarse -porque en rigor la vida no tiene un final feliz- al menos la novela les habrá dado esa segunda oportunidad que muy rara vez o nunca nos da la realidad.

El Rugendas real murió en 1858, a los cincuenta y cinco años, casi solo, desilusionado y olvidado. Pero guardó hasta su muerte todas las cartas de Carmen, cientos de ellas. Su tumba en Wilhem am Teck, Alemania, nunca ha sido localizada.

Carmen, la Carmen real, murió centenaria, ya iniciado el siglo XX, casi cincuenta años después de que su amante y su marido fallecieran. Al morir era tan pobre que vivía de allegada en casa de una amiga. La enterraron en Talca, pero no junto a su marido. Primero la pusieron en un nicho temporal y luego, cuando nadie pagó la renovación de esa sepultura, y ya que no le quedaban parientes vivos, sus huesos fueron arrojados a una fosa común.

Las tumbas de Carmen y su Moro se perdieron. En la realidad los amantes y hasta sus tumbas se pierden. Pero en la ficción ellos pueden mirarse de nuevo.

POR CARLOS FRANZ*