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¿Año nuevo?

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Las fiestas de año nuevo son peligrosas. En ellas suelen congregarse dos tipos de personas. Están esos que se alegran de que el año se acabe, mientras en la esquina opuesta encontramos otros que celebran el "próspero" año que comienza. Los primeros se ilusionan con la creencia de que al completarse el giro de nuestro planeta en torno a su estrella los males del año pasado quedarán atrás. Mientras, los segundos caen en la superstición de creer que un nuevo giro astronómico podría traerles cosas mejores.

Esa obligación anual de ser optimistas cansa. Con razón en los días siguientes a cada 31 de diciembre vemos tantos seres pálidos y extenuados desfilando cual zombis por las calles.

Un antídoto contra ese fatigoso entusiasmo obligatorio del año nuevo podría encontrarse en la Biblia. En el libro del Eclesiastés leemos: "Lo que fue eso mismo será, lo que se hizo eso mismo se hará. No hay nada nuevo bajo el sol" (Ecl, 1.9).

Esa vieja sabiduría bíblica refuta la moderna superstición de los años nuevos. Hace varios milenios el filosófico autor del Eclesiastés -que podría haber sido el mismísimo rey Salomón- lamentaba la eterna repetición de los ciclos y sus consecuencias:

"¡Vanidad, pura vanidad! ¡Nada más que vanidad! ¿Qué provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol? Una generación se va y la otra viene, y la tierra siempre permanece. […] Todas las cosas cansan, más de lo que se puede expresar. ¿No se sacia el ojo de ver y el oído no se cansa de escuchar?".

Aquellas quejas bíblicas suenan más inquietantes en fechas como un año nuevo. Quizás esto se debe a que la melancolía de esas palabras no surge de su fuente habitual: la fugacidad de las cosas. Por el contrario, la angustia que sufre el autor del Eclesiastés viene de constatar que todo se repite: "El sol sale y se pone, y se dirige afanosamente hacia el lugar de donde saldrá otra vez. Todos los ríos van al mar y el mar nunca se llena; al mismo lugar donde van los ríos, allí vuelven a ir".

En buenas cuentas: para el Eclesiastés el año que viene será -más o menos- como el anterior. El predicador o maestro que escribe ese libro ha visto ya todas las cosas y éstas lo agotan. Es como si para él los eventos y las personas se hubieran gastado de tanto reiterarse. Algunos dirían que esta es una actitud blasé: esa pose de agotamiento mundano que adopta aquel que se considera "de vuelta de todo". Pero no. El predicador del Eclesiastés suena demasiado sincero y autocrítico como para suponer eso.

"Yo he sido rey de Israel, en Jerusalén, y me dediqué a investigar y a explorar con sabiduría todo lo que se hace bajo el cielo: […] Me dediqué a conocer el saber, la ciencia, la locura y la necedad, y advertí que también eso es querer atrapar el viento. Porque mucha sabiduría trae mucha aflicción, y el que acumula ciencia, acumula dolor".

Leer el Eclesiastés a comienzos de año puede servir de purgante para evacuar el exceso de buenos propósitos vulgares y optimismos forzados que tuvimos que tragar durante las fiestas. Este sincero predicador bíblico no deja títere con cabeza, nos repite muchas veces que todo es vanidad (incluyendo, ay, "el hacer muchos libros").

Sin embargo, entre todas esas vanidades hay una que el Eclesiastés justifica, reiteradamente: "He encontrado que lo mejor y lo más agradable es comer y beber, y gozar del fruto de tanto trabajar en este mundo durante la corta vida que Dios nos da, pues eso es lo que nos ha tocado".

¡He ahí un sabio verdadero! Ese antiguo maestro no necesita de optimismos forzosos, ni siquiera lo amargo de su sabiduría le agua la fiesta. Leyéndolo también comprendemos que, después de todo y aunque fuera una vanidad más, valió la pena celebrar este año nuevo.

POR CARLOS FRANZ*

* Carlos Franz es escritor. Su libro más reciente es "Si te vieras con mis ojos" (Ed. Alfaguara).

Esa obligación anual de ser optimistas cansa. Con razón en los días siguientes a cada 31 de diciembre vemos tantos seres pálidos.