Una peluquera me recomendó que me echara acondicionador después de cada lavado y que no me deshiciera del todo de él en el enjuague, para que se pusiera más sedoso. Mi pelo estaba seco, sobre todo en las puntas, me dijo, mientras me echaba una crema algo espesa, luego de un corte preciso, pero muy bien consensuado. Esta especificidad en el tratamiento de mis cabellos yo no lo tenía con mi peluquero habitual que atendía en el entrepiso de un viejo, pero emblemático edificio del plan. Con él todo se reducía a expresarle un deseo binario entre dos realidades, regular corto o regular largo. Su peluquería era estrictamente masculina, eso decía en el ventanal biselado de su negocio, agregando que atendía a personal uniformado, probablemente de la Armada, imaginé. En ese contexto, los cortes tendían, irremediablemente, a la uniformidad; a lo más, podía haber una opción en relación a la presencia o no de patillas. La otra posibilidad era la del peluquero gay, más ligado a la noción de estilista, pero que a mí me intimida un poco, porque ahí se amplía demasiado la oferta visual y todo se hace más parafernálico. Alguna vez traté de peluqueras a unos poetas rancios de Valparaíso, más bien se habían apropiado de esa locación para hacer sus performances patéticas. Lamento que el adjetivo peluquera haya aparecido como algo que rebajaba una acción. Más bien era una forma de decir que lo que hacían esos que se decían poetas, en realidad era otra cosa, que podía parecerse al efecto cosmético de la peluquería. Creo que es una práctica digna, más aún, metafóricamente muy potente, yo la quiero, porque modela cuerpos con su efecto metonímico (quiero decir que de una parte se construye un todo). Y a propósito de poetas, recuerdo el relato de la cabellera al viento, rubia, de Juan Luis Martínez, en una motoneta por las calles de Viña del Mar, con pinta de rock star. La mirada arma, diseña, construye paisaje y territorio, habla de un objeto. Mucho culturoso o poetas aspirantes (poetisos) suelen montar escenas librescas en que mitifican el testimonio de poetas como Juan Luis Martínez, su efecto de obra, como lo hacen algunos narradores con el efecto Bolaño. La mecánica es promover un sujeto anterior para rebajar a un canónico actual y, de paso, instalarse como discípulos, como lógica de ocupación de un lugar. Instalar un efecto de obra supone canonización, en desmedro de algún oficialista o cortesano. De ahí se pueden comprender a los bolañistas o a las diamelitas (tributarias de la Eltit), etc. Fue un clásico promover a Juan Luis Martínez para rebajar a Zurita; también se le usó para arriesgar la tesis de que la Escena de Avanzada, la célebre, comenzó en Valpo-Viña, con él, es decir, con su modelo de trabajo. No todo cuadra con precisión absoluta, pero las operaciones son paradigmáticas. Lo concreto es que la peluquería no se reduce al corte y tratamiento del cabello, comprende otros muchos niveles de descriptividad y diseño. La homología con la construcción de campos culturales reside en que la obra no es la pura operación cosmética, hay otros niveles. No puedo dejar de recordar el trabajo de uno artistas jóvenes que arrendaron una peluquería para desarrollar un proyecto galerístico, Pía Michelle, donde el gesto estético cosmetológico era uno. Percibo que la peluquería local lo asume así; veo su diversidad y sus ofertas, y responde a una lógica que va más allá del mercado. Los que le hacen al arte de la palabra, en cambio, son más cosmetólogas en sentido estricto.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .