Quizás escriba una novela corta o un cuento largo que debiera llamarse El Programa, que trataría de un movimiento político ciudadano que les disputa el municipio a los "malos", más concretamente, a los grupos fácticos y partidistas que le tributan a la criminalidad política y que tienen a una ciudad equis secuestrada. Todo esto porque, entre otras cosas, vi dos capítulos de House of Cards y como estoy participando de un proceso político, la correlación no puede ser más precisa. Paralelamente, leo una novela de Dashiell Hammett, Cosecha Roja, sobre una ciudad pequeña llamada Poisonville (ciudad ponzoñosa), aunque su nombre original era Porsonville, que un detective privado, cual Batman prosaico, limpia de malhechores. Algo muy parecido a lo que queremos hacer nosotros, ingenuamente, en nuestra comunidad. En el caso de House of Cards era fascinante hacer el correlato con nuestros políticos, tanto nacionales como locales. Uno veía a los Girardi y a los Longueira haciendo sus movidas particulares.
En una asamblea política que había tenido el día anterior, alguien citó al voleo la serie televisiva, a propósito de una intriga política que afectó al movimiento. La ficción política reproduce, qué duda cabe, esas subjetividades que alientan lo más miserable de algunos sujetos, de esos que utilizan la cosa pública para proyectar sus alicaídos egos o sus mesianismos sicóticos. La acción narrativa se centraría, paradojalmente, en gente sencilla y con espíritu cívico que busca por la vía del sentido común disputarles el poder político a aquellos que una ley maldita privilegia. Habría dos personajes clave, una mujer de la alta sociedad que quiere a su ciudad y a la que le disgusta el estado en que la tienen los delincuentes institucionales; por otro lado, un viejo ex dirigente, jubilado, de una empresa pública y que siempre mantuvo su dignidad, y que nunca se involucró en maquinaciones perversas o en actos de corrupción. Su vida, por lo tanto, es humilde y quitada de bulla. Los demás son chicos y chicas jóvenes entusiastas que tienen altos valores y vocación de servicio. El cura del pueblo, como buen pastor, les presta la casa parroquial para funcionar. En el contexto miserable y criminalizado de la política local el grupo es infiltrado por los abyectos, porque se dan cuenta que la propuesta del grupo representa el sentir profundo de la ciudadanía, es decir, son un peligro para sus intereses. La elemental trama da cuenta de una comunidad que está aburrida de ser manipulada por unas autoridades abusadoras, que tienen la ciudad hecha pedazos y convertida en un basural, por un lado, y en un carnaval perpetuo para el turismo delictual, por otro. Puede ser cualquier aburrida comuna de Chile. La política es, lejos, mucho mejor material de teleseries y culebrones que la histeria amorosa que, por lo general, es de una banalidad irremediablemente doméstica. La política, en cambio, es ordinaria, le lleva sexualidad en todas sus facturas, incluso discurso de amor y, sobre todo, voluntad de poder y una gran variedad de diseños de la miserabilidad humana. Me encanta por eso, porque es uno de los lugares privilegiados como laboratorio de la comisión de todo tipo de delitos, desde los grandes crímenes de sangre, hasta los más sofisticados de cuello y corbata; y también el montaje de máquinas intrigantes y perversas para anular al enemigo interno, en el clásico trabajo fraccional. En House of Cards el trabajo de personajes es potente, la abyecta arrogancia del protagonista, muy bien complementada por una esposa cómplice, es una obra en sí misma. Es, por cierto, la omnipresencia del caso Watergate como paradigma de la política moderna.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .