Voy a escribir un cuento que debiera llamarse "Temporada de Incendios". Recuerdo al Pato Lucas y a Bugs Bunny en un episodio en que Elmer aparecía como cazador y que los apuntaba con una escopeta; ellos, para salvarse, cambiaban, recíprocamente, un cartel que decía: "Temporada de conejos o temporada de patos", tratando de perjudicar al otro, lo que confundía al cazador. No recuerdo el ardid, pero el pobre Pato Lucas terminaba perjudicado. El barómetro de la ficción me indica que la voluntad incendiaria porteña va de la mano con los proyectos de recomposición política. Se trata de una tesis ficcional, por lo tanto no es verosímil desde el punto de vista judicial o político; aunque cierto punto de vista histórico lo corrobora. Como lector atento de los acontecimientos puedo aseverar que lo concreto es que la fatídica práctica porteña de utilizar la estrategia del fuego incendiario para producir cambios de escenario ha vuelto para quedarse. En este cuento no sólo prima la razón inmobiliaria, es también la recomposición de la razón política local que busca su sobrevivencia. Al narrador posible le llama la atención que en el verano pasado no haya habido ningún incendio en la zona, lo que es muy raro. La razón nos indica que los que están a cargo de esa función habrían recibido la orden de revisar los protocolos porque el último gran incendio se salió de madre y provocó mucho daño colateral. Y decidieron parar un tiempo. Ahora vuelve el procedimiento con el modelo clásico que es el incendio de casonas viejas, hoy denominadas patrimoniales por el proceso de gentrificación comunal. Negocios son negocios, le dice un funcionario de la dirección de obras a un sucio político con el cual es socio. Todo esto en medio del relato. Este no puede omitir la cita de Farenheit 451 de Ray Bradbury. Quemar no sólo es buen negocio, es una institución que hay que cuidar y mantener, porque limpia y libera a la ciudad de ciertas cadenas. Cuando viví en el campo, recuerdo la obsesión patológica de los campesinos por quemar restos de cosechas (perfectamente reciclables), o para despejar zonas de siembra, procedimiento que ellos llamaban limpia. En ese contexto, un vecino que vendía parcelas, consultándome el porqué los ricachones de la capital les gustaban los terrenos "sucios", porque él los vendía limpiecitos y parejitos, me decía con orgullo, después de quemarlos. Recuerdo haberle explicado que el cuiquerío santiaguino, que eran sus clientes, identificaba matorrales y flora silvestre en general, con jardinería silvestre y naturaleza saludable, y también había un cierto ecologismo determinado por una especie de conciencia de culpa, pero que fundamentalmente era moda de ricos, esto de proteger la flora y la fauna. A mi vecino le quedó súper claro. El fuego es una vía, un trabajo, una estrategia de guerra. Por otro lado, como todavía padecemos la costumbre de asumir lo nuevo, modelo Miami rasca, de nuestra clase media, imitada por las clases populares, siempre es necesario quemar lo viejo y hacerlo todo de nuevo y bien brillante. La institución poderosa encargada de provocar incendios estratégicos contrata gente de la peor calaña, los que adquieren experticia en el rubro. Ellos recorren distintas zonas de la ciudad, según las indicaciones de sus jefes, y arrasan con quebradas y casonas patrimoniales. Estas operaciones son más comunes de lo que se cree, en todas las ciudades hay un grupillo de poderosos que usa la quema como táctica para lograr objetivos; algunas veces la razón puede ser muy elemental, como la de cobrar seguros, pero casi siempre, es algo más perverso. De estas pequeñas tesis delirantes, querido lector, suele nutrirse eso que llaman literatura. Nada del otro mundo.
POR Marcelo Mellado*
* Escritor y profesor de Castellano. Es autor de "La batalla de Placilla" .