Narrativas de la Conspiración
Marcelo Mellado
El romanticismo fue uno de los periodos emblemáticos en la constitución de lo que hoy entendemos por arte (haciendo un breve resumen histórico), porque le inoculó a la práctica artística, sobre todo literaria, los conceptos clave que aún la determinan, como son la voluntad revolucionaria y las ansias de libertad creativa. Paradojalmente, fue la época neoclásica la que instala el modelo estandarizado y civilizatorio de las bellas artes, haciéndole un guiño a la época clásica para constituir lo republicano; es finalmente el Estado el que se hace cargo y le da un estatuto institucional. El arte se desarrolla, se enseña y se promueve como una dimensión del espíritu humano.
Irremediablemente, la institucionalidad política, tiende al control de las conciencias, la necesidad del orden así lo exige; esta contradicción le dará sentido a la modernidad y determinará una relación compleja con la producción de arte. No sólo nos referimos a la censura, sino también al juego permanente de construcción de límites y quiebres fronterizos que han definido a las prácticas y disciplinas artísticas.
Pienso en Quevedo y su relación complicada con el Conde Duque de Olivares y también en Cervantes y su ética ruda de soldado, alejado de los círculos de poder. Y todo eso está en sus obras, dando cuenta de cómo funcionaban las relaciones entre arte y política.
Hago esta reflexión por dos razones, una porque quiero indagar en las prácticas artísticas actuales y su relación con el poder político, pero también me interesa afirmar una tesis que tiene que ver con la particular invención del Otro que hace el artista, y no me refiero necesariamente al receptor de la obra, sino a esa imagen que el complejo ego de los artistas construye sobre esa amenaza que nos constituye y que llamamos el otro.
En lo personal siempre me ha apasionado la figura de Neruda como símbolo del artista cortesano o que se relacionó con el poder y que fue protagonista (y también actor secundario) en varios episodios de la lucha cultural entre la CIA y La KGB (o entre USA y la URSS). Ese periodo histórico es particularmente interesante para los artistas contemporáneos porque fue la época en que se transformó radicalmente el discurso de la estética. En general, la guerra fría fue fascinante, porque tuvo de aliado ese dispositivo increíble de producción de imagen que es el cine.
Neruda al parecer fue, como le correspondía, una especie de agente al servicio de los intereses de la URSS. Eso no habla ni bien ni mal de él, incluso podría darle relevancia a una zona deficitaria en su comparecencia cultural, que es su compromiso político en términos operativos. Sin duda esa época inaugura el género del espionaje, es decir, aquel argumento que se basa en la conspiratividad absoluta, en donde no hay transparencia, sólo la continuidad de una lucha soterrada y en donde los métodos abyectos y las bajas pasiones son la metodología sine qua non. Es decir, estamos ante uno de los reinos de la ficción, que es cuando una visión política (un partido) se pretende hegemónica, lo que incluía naciones enteras compartiendo esa voluntad.
Me acuerdo de estas cosas a propósito de que indago por internet las fuentes de una novela que leí recientemente sobre cómo el conflicto ideológico europeo se traslada a América Latina y me topo con la figura de Iosif Grigulievich, todo un personaje novelesco, que era un agente soviético de primer nivel que incluso anduvo por Chile y Argentina, haciendo sabotaje contra el Tercer Reich. Y que también, según lo que pude averiguar, participó en uno de los atentados contra Trotsky y que Neruda, cónsul de Chile en México en ese momento, le concede una visa para viajar a Chile al igual que a David Alfaro Siqueiros.
Pienso y trato de escribir sobre esto en momentos en que los modelos de la conspiratividad, nuevamente, se vuelven contra la transparencia que parecía imponerse en las democracias modernas. Es como si volvieran los aromas de la Guerra Fría. No por nada Trump repone el concepto de muro, no sólo su concreción física, reponiendo de paso la legitimidad que podría haber tenido el Muro de Berlín, locación fundamental de la novela de espionaje. La literatura, una vez más, tiene una tarea al respecto. Y se trata de una tarea política.
La relación entre arte y política es vieja, pero le pertenece a la modernidad sus modos institucionales. Quizás todo empezó con el humanismo medieval-renacentista, en donde la función discursiva del autor comenzaba a perfilarse. Aunque también podríamos remitirnos al bardo Homero y sus contemporáneos, y su relación con el orden social, al igual que los poetas latinos. La subjetividad artística pasaba por otros parámetros, más sociales y religiosos. Será el artista cortesano el primero que se ubica, espacial e icónicamente, muy cerca del poder.