Tal vez la gran pérdida de confianza que afecta al país también esté muy afectada por la soberbia con que muchos plantean sus exigencias al debatir. En Chile se habla más que antes -lo que es positivo-, pero se escucha menos que ayer, lo que es, a todas luces, un mal pronóstico.
No pocos pretenden establecer que la búsqueda de acuerdos es una mala acción en sí misma. Peor es cuando tal juicio viene desde la propia clase política que así pretende renunciar a la más elemental de sus características: el diálogo para lograr unión con respeto a la diferencia.
Si algo caracterizó a Chile en el pasado -desde el punto de vista económico y político- fue precisamente la fuerte convicción de la conversación necesaria. Ello era un activo y no una puesta en escena que generara vergüenza.
¿Qué vemos hoy? Por ejemplo, a jóvenes que protestan desde la creencia ciega de la verdad absoluta. Afirman que la historia parte hoy, lo que equivale a desconocer y negar los sacrificios de generaciones precedentes.
La clase política hace lo mismo. Cada postura es la única.
Es curioso porque hoy valoramos y respetamos la diferencia, cuando nos referimos a las minorías, pero no sabemos llevar eso mismo a la construcción de la Región. Parecemos impedidos de buscar el punto en común.
El discurso de que Chile quiere renunciar a su pasado reciente, despreciando lo conseguido y sintiéndose absurdamente acomplejado de lo obrado, es tan sorprendente como equivocado.
Nuestra nación es más abierta al mundo, hay más oportunidades y eso se ha conseguido fundamentalmente porque ha existido una coherencia en el trabajo desarrollado lo largo de décadas.
Los casos foráneos van en la misma línea. La educación finlandesa es posible porque existe un consenso y ánimo colaborativo, no una acentuación de la diferencia menor.
Estamos a tiempo de corregir los diagnósticos, pero por sobre todo de escucharnos más. Quizá ahí está la solución para La Araucanía.