La incertidumbre a mordiscos
Extracto del libro "Multitudes personales" Por Martín Hopenhayn
La incertidumbre es más vieja que la pasión. La vivimos desde la médula y morimos sin tener la menor idea sobre lo que nos espera. No debe extrañar, entonces, que se haya convertido en la regalona de la física y la filosofía. Heisenberg y Heidegger unidos jamás serán vencidos.
Nos acecha la incertidumbre a mordiscos. No hay cómo anticipar las rutas que se desprenden de nuestros deseos y miedos. No hay ninguna garantía cuando pretendemos hacer pasar el mapa por el territorio, ningún guion con desenlace asegurado de este lado de la pantalla. No por robarles el misterio a las cosas se nos transparentan. Todo lo contrario: conforme más sabemos, más chapotea la realidad en la complejidad, el caos y la indeterminación. En el altar vacío de los caprichos divinos les encendemos velas a los efectos mariposa, que interponen un infinito entre el acto y sus ecos, y a los efectos dominó, donde eventos puntuales pegan sacudones sistémicos.
El hiato que media entre voluntad y trayectoria se nos "empoza en el alma", como diría Vallejo. Mientras aumenta este hiato por fuera, se ahonda el pozo por dentro. Este también es colectivo: la incertidumbre asoma el pescuezo en los riesgos sanitarios, ambientales y bélicos de un mundo cada vez más interconectado. Siembra el desasosiego entre el baile de las especulaciones financieras, el enjambre de información y la dificultad para administrarla desde nuestros modestos proyectos de vida.
Tenemos que entendernos con esta insoportable ingravidez de lo moderno en que se regodea la incertidumbre. La extrañeza y la ansiedad repican como pathos o mantras en nosotros. Esa misma incertidumbre que engorda con la complejidad se somete a dieta en la ciencia y la técnica, que juegan todas sus fichas a controlar el futuro. Demiurgos de probeta rivalizan con tanta falta de certezas.
Navegamos en la incertidumbre justo cuando la autonomía se ha convertido en nuestro valor irreductible. Señorío y servidumbre libran su batalla dentro de nosotros. Queremos un futuro abriéndose a nuestra voluntad; pero tanto se abre, que nuestra voluntad se pierde sin cuajar del todo. Al final nos refugiamos puertas adentro, en un yo que no para de inflamarse, porque no hay otro sitio donde sentirse soberano.
Visto así, sumando y restando, parece que estamos empatados. Falta de certezas pero auge del yo que construye mapas camineros de la piel para dentro; tecnologías de información y tecnologías del espíritu que se ofrecen a la carta para maximizar el autogobierno a escala singular. Volatilidad por fuera que se termina asumiendo como dato de la causa y se enfrenta con otras tantas técnicas de adaptación a lo imprevisible (boom de la prevención de riesgos como disciplina de expertos hecha moneda corriente). La sociedad se piensa y repiensa no porque refina su espíritu crítico, sino porque reparte saberes que son como instrucciones de uso para mitigar imprevistos.
Mientras tanto, nos acosa cada tanto, de manera inoportuna, el relámpago de esa incertidumbre que es intrínseca a nuestra pascaliana pequeñez en el cosmos; y hemos perdido rituales que estaban diseñados para rebajarle la angustia a la mayor de las incertidumbres: el tránsito hacia la muerte. Hacemos de la vida cotidiana un trajín de perros que para burlar la fragilidad van de aquí para allá husmeándolo todo, afanándose en celebrar mínimos hallazgos contra el telón de fondo de la incertidumbre.