La corrupción es un fenómeno que ataca duro a los países latinoamericanos y que genera un impacto negativo en el desarrollo, por la desconfianza en el sistema institucional y por el mal uso de recursos que podrían utilizarse en áreas deficitarias.

Chile había sido reconocido como una nación alejada de esos excesos, sin embargo, esa imagen se ha ido perdiendo progresivamente mientras se conocen algunos hechos delictivos, como empresarios que se coludieron para ganar más dinero con los medicamentos, con el papel higiénico o que estafan al Fisco, políticos que fueron financiados por poderes económicos o que falsean firmas para poder postular a cargos de elección popular, instituciones de las FF.AA. que cometieron fraudes con recursos públicos, y acusaciones de cohecho contra autoridades.

Hace unos días, la consultora internacional Ipsos dio a conocer su último informe "What Worries The World", realizado en 28 países a más de 19 mil personas, el que mostró cuáles son los temas que actualmente generan más preocupación en la población. El estudio reveló que el crimen y la violencia se mantuvieron en septiembre como el tema que causa más preocupación a los chilenos, obteniendo un 41% de las preferencias.

Luego se mencionaron como temas preocupantes la pobreza y desigualdad, y en tercer lugar se ha ubicado en Chile la corrupción financiera y política, con un 33%, lo que representó un aumento de 7 puntos porcentuales en relación con agosto, siendo el país del estudio donde más creció esta preocupación y reemplazando al desempleo en dicha posición.

La corrupción, entendida como el uso de bienes, servicios, recursos públicos y normas legales para favorecer intereses privados, es percibida por las personas como un fenómeno preocupante.

En el debate acerca del grado en que este problema se da en Chile, suele predominar la convicción de que tales situaciones acá son excepcionales, comparadas con otros países. No obstante ser cierto, es preocupante que los estudios muestran cómo este problema se va instalando en el país, va carcomiendo a las instituciones y la confianza de la gente, porque la corrupción es una especie de enfermedad que ataca los fundamentos de la sociedad y la democracia.

La principal conquista, a nivel de derechos individuales y colectivos, una vez finalizado el periodo del Gobierno Militar, fue la posibilidad de abrir las voces de la ciudadanía a distintas opiniones y tendencias, abrazando la anhelada libertad de expresión. Supuso un camino largo, plagado de debates, que se resolvió a través de una vía institucional pacífica.

La expectativa era alta, los primeros años se sabían duros, había que reordenar la civilidad, orientar en otra dirección el esquema político y social, adecuarlo a los nuevos tiempos, que parecieron correr a una velocidad distinta en el resto del mundo. El defecto, tan sudamericano, es que en esa corriente de información, tan potente y diversa, nos ahogamos con discursos renovados que pregonaban cuestiones que parecían demasiado ajenas, como si nos hubiésemos desviado de la ruta de la evolución cultural. El desafío era insertarnos nuevamente, y en ese proceso fue que carecimos de la graduación espiritual que confiere la prudencia. No supimos racionalizar la apertura; lerdos, asumimos el papel del grosero que quiere probar toda la carta de un restaurante en una sola noche. A falta de respuestas, el mundo intelectual empezó a hablar únicamente de derechos, era cosa de tiempo para que la gran masa se acomodara a esas ideas y le brindara el tono acomodaticio que ha emergido con vehemencia desde las libres interpretaciones del mundo popular.

Con profunda decepción puedo observar como la base elemental de las libertades empieza a desmoronarse, el perfil psicológico de quienes aspiran a redactar un nuevo texto constitucional desnuda un panorama para nada auspicioso. Apuestan por apropiarse de las palabras, una suerte de expropiación intelectual de las ideas hasta verlas reducidas a una versión única, pobre avance de un proceso que prometía conducirnos hacia un futuro distinto, con mayores índices de justicia y equidad, y que a cambio nos regala una postal de las peores miserias del pasado. La posverdad que se impone en estos tiempos es basura, una muralla impuesta por la autoridad para bloquear el pensamiento, y que en su máxima expresión se exhibe en las iniciativas para sancionar el negacionismo. Se trata de una censura de la peor categoría, que pretende moldear las conciencias a partir de la ideología de unos pocos, frenar el necesario debate, opacar la libertad de pensar distinto, acaso el derecho más elemental de todos, el instrumento indispensable para sacudirnos de la actual dictadura de las minorías y retomar los caminos del diálogo abierto, sano y fecundo.

Gonzalo Garay Burnas,

abogado y escritor