El Estado soy yo
"El Estado soy yo" es una frase atribuida a Luis XIV. Si bien la frase parece ser apócrifa, es significativa. Y no obstante haber sido pronunciada en la monarquía absoluta (que no por causalidad es el origen del Estado moderno) subyace en ella un fondo de verdad que el político debiera repetir una y otra vez.
Una verdad que las actuales autoridades -el presidente, la ministra del interior- deberían tener presente.
El Estado -tal como se le conoce más o menos desde el XVII- equivale, según la famosa fórmula de Max Weber, a una agencia que reclama para sí, con éxito, el monopolio de la fuerza. Y entonces, arguye el mismo Weber, parece obvio que el político que aspira a conducir el Estado tendrá, más temprano que tarde, que usar la fuerza. De ahí la famosa frase según la cual el hombre o la mujer de Estado hace un pacto con el diablo puesto que se dispone, lo reconozca explícitamente o no, a emplear la coacción para llevar adelante lo que piensa. Vale la pena citarlo:
"Quien se mete en política -explica Max Weber en una famosa conferencia dictada a estudiantes- debe saber que el instrumento de la política es la coerción y debe estar dispuesto a hacer un pacto con el diablo. En el sentido de aceptar que, de acciones buenas pueden derivar consecuencias malas, de acciones malas, algunas veces, derivan consecuencias buenas".
La misma idea apareció más temprano en Hobbes (y también aparece en la obra de Marx) quien la presenta como una fórmula homeopática: la violencia de los particulares, la violencia que disputa el monopolio de la fuerza al Estado, se cura con violencia, solo que esta última se imparte en base a reglas. La violencia se cura con violencia. Y, en fin, todavía vale la pena recordar la observación de W. Benjamin (exonerado de cualquier sospecha de conservadurismo). Benjamin observó que un rasgo del moderno Estado de Derecho es que admite todos los puntos de vista a condición de que no llamen en su auxilio a la fuerza o, si se prefiere, que no empleen la coacción o la amenaza de coacción para imponer sus ideas. El moderno Estado acepta todos los fines; pero excluye el empleo de un medio específico, la violencia, para promoverlos.
Las páginas anteriores (que aquí he citado en apenas algunos fragmentos) debieran ser lectura obligada para el político que logra hacerse del poder y que, habitualmente, viene precedido, como ocurre con una parte de las actuales autoridades, de una relación biográfica más o menos alérgica con la policía o con aquella parte del Estado que monopoliza la fuerza. Mientras pujaba por hacerse del poder, el político o la política, podía tomar distancia de la fuerza estatal, criticarla, fruncir el ceño cuando se hablaba de ella o incluso increpar a quienes se disponían a ejercerla (como, dicho sea de paso, lo hizo en una ocasión el propio presidente Boric); pero cuando alcanza la cúspide del Estado descubre que de lo que se trata es justamente de eso: de administrar el empleo de la fuerza sea porque dispone su empleo, sea porque debe apoyar a quienes la emplearon o la administran, como acaba de ocurrir con el carabinero que disparó para defenderse de una turba que lo golpeaba, sea porque está obligado a reprimir a quienes le disputan su monopolio (como tarde o temprano ocurrirá en La Araucanía).
Por supuesto la fuerza del Estado es la fuerza legítima -administrada por órganos y en base a procedimiento previstos en reglas- pero no hay manera de ocultar el hecho que posee el mismo rostro que cualquier otro acto de fuerza. Llegado el caso, pues, el Estado debe ejercer la fuerza y aceptar su fruto amargo, salvo que consienta en dejar de ser lo que es, dejando expuesto a los ciudadanos a la ley del más fuerte (como desgraciadamente y durante tanto tiempo ha ocurrido los viernes santiaguinos).
Lo anterior exige de quienes han logrado, en buena hora, hacerse del poder, no pretender que están fuera del Estado y hacer la vista gorda frente a la violencia de los particulares, porque estos últimos no están desafiando a la policía, sino al Estado o, aunque cueste aceptarlo, a la autoridad política que en la sociedad moderna se confunde con él como, con rara clarividencia, habría declarado Luis XIV.