La crisis de la educación se agrava año a año. Es cada vez más difícil infundir a las nuevas generaciones aquellas verdades configurativas de una personalidad íntegra.
El proceso educativo ha requerido siempre paciencia, tiempo, dedicación, adecuada metodología y amor por el educando. Si en épocas pasadas el fruto era, en general, un progresivo crecimiento hacia una plena madurez personal, hoy la educación no está logrando el fin que le es propio, es decir, culminar con adultos íntegros en todas las dimensiones de su personalidad y capaces de vincularse con los demás.
La actual crisis educacional puede ser abordada desde distintas perspectivas. Pero este abordaje será insuficiente y, finalmente, inútil, si no se parte de la razón de fondo de la actual crisis: la carencia de una verdadera antropología sustentadora del proceso educativo.
Para saber qué es la educación hay que saber a quién se educa. Así, a modo de ejemplos, si predomina la falsa visión de Nietzsche acerca del hombre, la educación será marcadamente individualista, reducida a la pura satisfacción de las ansias de poder y la búsqueda del placer físico, a expensas de la dimensión intrínsecamente social de la persona humana.
Esta concepción de hombre influyó en el nazismo con su desprecio de las razas no arias. O si predomina la concepción de Gramsci, según la cual la persona no existe como tal, pues ella está determinada por las relaciones sociales. No es el ser del hombre quien explica su obrar, sino que es el obrar del hombre condicionado por la sociedad quien "fabrica" su ser. En este caso, la educación no procura el bien de la persona según su ser natural, sino que la educación debe ser un instrumento del Estado para crear una nueva cultura a través de la manipulación de las personas.
Pero "la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las varias sociedades, de las que el hombre es miembro y de cuyas responsabilidades deberá tomar parte una vez llegado a la madurez" (Vaticano II, GE 1). En el caso de la educación católica, su misión es realizar el mandato de Cristo de anunciar el Evangelio, para que el Espíritu Santo suscite en los alumnos, sus familias y todos quienes participan del proyecto educativo la gracia redentora que los libere del pecado, les comunique la vida divina, les infunda la esperanza del Cielo y les haga ser evangelizadores de la cultura y de la historia. Con este fin se quiere formar a las personas en el amor a la verdad, al bien y a la belleza, procurando que cada uno realice en su vida la voluntad del Padre, "hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13).