La mayoría de los estudios sobre obesidad coinciden en una realidad: la mitad de los niños del país carga con este problema, que derivará en ellos muy pronto en una serie de enfermedades asociadas a la acumulación de grasas, las que se convertirán en un grave riesgo para la salud.

El fenómeno no es nuevo, pero pese a los esfuerzos de servicios estatales para controlarlo las estadísticas siguen empeorando y en La Araucanía resulta evidente. Varios son los factores que entran en juego, aunque preferentemente se culpa de ello a la comida chatarra, abundante en grasas, sal y azúcar. Si bien tal cosa es innegable, el sedentarismo es el que culmina este proceso negativo para la salud, originado en horas y horas frente al televisor, el computador, una tableta o un celular.

¿Mientras, qué ocurre con la educación física, práctica que bien llevada puede y debe convertirse en el mejor aliado para combatir el exceso de peso y la obesidad? ¿Cuál es su nivel en La Araucanía? ¿Qué ocurre en los colegios?

No es un misterio que algunos establecimientos no cuentan con profesores de educación física, temporal o permanentemente, y las clases quedan a cargo de docentes que carecen de estos conocimientos técnicos, que van mucho más allá de un simple calentamiento previo o hacer practicar a los niños algún deporte. La especialidad existe en el país desde 1906 y los responsables de la educación deberían cautelar la obligatoriedad de que se disponga de estos profesionales, más aún si la mayoría de estos colegios reciben fondos estatales para su funcionamiento. Ahorrar algún dinero tiene serias consecuencias en la salud de los niños.

La educación física es vital no sólo en la apostura física y la salud, sino también en el desarrollo sicomotor y fomenta aptitudes como la constancia, la dedicación, la autodisciplina y el compañerismo, que serán de muchísimo provecho para el niño y el joven.

Hablar de desarrollo territorial sin incluir la voz de quienes los habitan, es como construir una casa sin consultar a quienes van a vivir en ella. La participación ciudadana no es solo un derecho democrático; es, sobre todo, una herramienta vital para asegurar que el crecimiento de una comunidad esté alineado con sus necesidades, valores y aspiraciones.

Durante décadas, muchos planes de desarrollo han sido diseñados desde escritorios lejanos, desconectados de la realidad social y cultural de los territorios. Este enfoque tecnocrático ha generado proyectos que, aunque bien intencionados, fracasan por no tomar en cuenta el conocimiento local ni las dinámicas propias de cada lugar, pero aún más grave, en muchos casos terminan afectando negativamente la calidad de vida de las personas que deben convivir con ellos. Frente a esto, la participación ciudadana se erige como una vía para democratizar la planificación y enriquecerla con diversas perspectivas.

Cuando los ciudadanos se involucran activamente en las decisiones que afectan su entorno, se fortalece el sentido de pertenencia, la cohesión social y la transparencia en la gestión pública. Además, los procesos participativos generan mayor legitimidad y reducen los conflictos sociales, pues las personas sienten que han sido escuchadas y tenidas en cuenta.

Sin embargo, no basta con abrir espacios formales de participación: también hay que garantizar que sean inclusivos, accesibles y vinculantes. Muchas veces, los mecanismos de consulta terminan siendo meras formalidades, sin impacto real en la toma de decisiones. La ciudadanía necesita más que ser informada, ser empoderada.

En Freire nos enfrentamos a una serie de proyectos de gran envergadura y de alto impacto en los territorios, como la ampliación del aeropuerto y la Ruta 5-Sur, que hasta hoy no han demostrado la disposición para generar reales espacios de participación para las comunidades, principalmente indígenas, que se verán impactadas por éstas obras. Frente a ello, como municipio buscaremos que se garanticen, en estos procesos, los pilares del desarrollo sustentable, que el crecimiento económico no afecte negativamente el desarrollo social de las personas o del medio ambiente.

Cuando no se dan estas condiciones, este tipo de proyectos generan resistencia en su entorno, y en este caso, también serán resistidos por la autoridad del territorio, ya que el mandato que nos ha entregado la ciudadanía nos compromete a defender los derechos de las personas en cuanto a su calidad de vida y la posible afectación de las generaciones futuras.

Hoy, en un mundo donde las brechas sociales y ambientales se hacen cada vez más evidentes, la participación ciudadana debe dejar de ser vista como un lujo o un obstáculo burocrático. Es una condición necesaria para lograr territorios más justos, resilientes y sostenibles. Escuchar a la gente no es solo un acto democrático: es, ante todo, un acto de inteligencia y respeto, sobre todo en cuanto a la diversidad cultural, un elemento fundamental en nuestra región.

José Colihuil,

alcalde de Freire