Crisis demográfica, bien común y políticas públicas
José Ignacio Martínez Estay
De acuerdo a los más recientes datos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), la esperanza estimada de vida en 2024 fue de 81,6 años, más o menos similar a los 81,36 años que señaló un estudio del World Population Review. Se trata sin duda de datos alentadores, que nos ponen a la cabeza del continente en expectativas de vida al nacer, sólo por detrás de Canadá. El problema es que, como contrapartida, en 2023 nuestra tasa global de fecundidad llegó a un alarmante 1,16 hijos por mujer, lo que sitúa a Chile entre los países con tasas de fecundidad más bajas del mundo. Estos indicadores dan cuenta de un proceso de envejecimiento poblacional, que según estimaciones del INE se traducirá en que a 2050 al menos un tercio de los chilenos tendrá más de sesenta años, y la población en edad de trabajar será aproximadamente de sólo un 61%.
Esos datos implican un enorme desafío, debido a las consecuencias que pueden producir dichos procesos en la vida económica del país, y, en último término, en el bienestar de todas las personas. De ahí la importancia de alcanzar acuerdos para enfrentar la crisis demográfica mediante políticas públicas de apoyo a la maternidad, y que ofrezcan sistemas de salud y de previsión acordes a los exitosos datos de esperanza de vida. Para afrontar esta tarea el mundo político debe dejar de lado las rigideces ideológicas, y asumir con plena responsabilidad el deber del Estado de promover el bien común. Éste no consiste en una especie de superposición de intereses individuales o de grupos determinados, sino que se relaciona más bien con las condiciones que permiten el mayor y mejor desarrollo posible de las personas y de la sociedad.
En tal sentido, el bien común se sitúa en el polo opuesto de lo que el Papa Francisco llamaba la cultura del descarte, de aquella que "en base a criterios utilitarios y funcionales", vinculados "a la lógica del beneficio, la eficiencia o el éxito", determina "cuándo una vida tiene valor y vale la pena vivirla" (discurso ante la Asamblea Plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, 11 de abril de 2024). Desde esta perspectiva, la elaboración de políticas públicas idóneas para afrontar los cambios demográficos requiere abandonar ideologías y visiones individualistas y utilitaristas, que debilitan la dignidad humana y obstaculizan el desarrollo de una solidaridad intergeneracional.
Por eso resulta preocupante la iniciativa del gobierno que propone la aprobación de una legislación de aborto libre. Se trata de un proyecto de ley que no está dentro de las preocupaciones ciudadanas, y que probablemente no será aprobado, por carecer de las mayorías necesarias en el Congreso. El problema está en el trasfondo de esta propuesta legislativa, que parece responder a un individualismo que dificulta conectar con una realidad que demanda buenas políticas públicas que apoyen la maternidad y paternidad, que ayuden a revertir la actual tasa de fecundidad, a afrontar el envejecimiento poblacional, y, de paso, a empatizar con toda vida humana.
Países como Corea del Sur, Suecia, Noruega, Finlandia y Hungría han implementado diversas medidas destinadas a fomentar la natalidad, que pueden servir de modelo para el diseño de nuestras propias políticas en la materia. Pero no nos engañemos. Ninguna de ellas producirá los efectos buscados si, a la vez, no van acompañadas de otras que permitan enfrentar ese profundo individualismo que dificulta la conexión con el bien común y con el valor intrínseco de toda vida humana.
*Profesor de Derecho Constitucional y Administrativo
Investigador de Polis, Observatorio Constitucional de la Universidad de los Andes