Alguna vez, digamos que entre 1981 y mediados de los '90, fui hincha del entonces portentoso Cobreloa, finalista de dos Libertadores e imbatible en la altura de Calama. En alguna situación dramática falté incluso a clases para evitar el fastidio de los paisanos del Liceo Camilo Henríquez. Era fanático. Ahora no soy hincha de equipo alguno, ni siquiera del Barcelona de España, de quien veo sus encuentros porque me embelesa su juego y su principal estrella. Ser hincha -que no socio ni entusiasta- me parece una disminución, un artificio de la pertenencia, una actitud algo absurda donde es imposible alegrarse por la belleza de una jugada del rival y se asume a un otro como enemigo de opereta. Por lo demás, el fútbol, que disfruto bastante, no está en mi programa de gobierno.
No obstante aquello, me parece que en las actuales circunstancias es lícito y acaso inevitable apoyar a Deportes Temuco. Cuando ya son diez los años en que los alviberdes no juegan en Primera División y se cuenta con un estadio quizá no enorme, pero de nivel excelso, se hace necesario vislumbrar nuevas alturas. Es refrescante para la ciudad e inclusive para la Región, pues se potencia el turismo, la economía, la amistad cívica y cierto sentido de pertenencia ciudadana. ¿Me contradigo acaso con lo que dije antes?... "sí, me contradigo: contengo multitudes", podría responder Walt Whitman.
Fue estupendo ver el domingo a cerca de 15 mil personas apoyando al club fundado en 1916 y que, a despecho de sus múltiples cambios de nombre, es parte indisociable de la ciudad del Ñielol. Un triunfo exiguo y trabajoso por un gol a cero, ante Cobreloa, el otrora patrono de quien esto escribe. Un triunfo que lo deja en un auspicioso primer puesto, que es preciso administrar de buena forma para llegar a la meta.
Quizá el fútbol no sea tan importante y la sociedad del espectáculo lo haya desnaturalizado, pero genera expectativas y una suerte de energía quizá indeterminada y que moviliza a la acción, incluso -y quizá si sobre todo- cuando nos vemos impelidos a beber el agrio cáliz de la derrota. Como dice el poeta español Luis García Montero: "No conviene que demos a estas cosas / un valor excesivo. / Son noventa minutos en un vaso de agua. / Pero a mí me han quitado muchas veces la sed".
Luis Marín, escritor y periodista