Decisiones como la eutanasia, trascienden el objeto propio de la medicina. Éstas llevan grabadas interrogantes acerca del valor de la vida humana, de su indisponibilidad e inviolabilidad, de su sentido, del valor, alcance y límites de la libertad humana y del sufrimiento, así como acerca de la profesión médica y todo el complejo aparato sanitario, y su modo de relacionarse con los enfermos en tales situaciones. Desde el punto de vista social, resulta legítimo preguntarse si una sociedad que permite que se disponga de la vida, aunque se encuentre en condiciones precarias, y que más aún lo constituya en un derecho, es verdaderamente humana, o si se está deslizando hacia una concepción utilitarista de la vida que necesariamente irá en desmedro de las personas más vulnerables.
Bajo esta concepción de la vida y de la muerte surge también la pregunta de si no terminará el médico siendo un mero ejecutor de los deseos del paciente y no un profesional con un ethos ampliamente conocido y valorado, el cual es el de no dañar, el de sanar en la medida de lo posible y el de suavizar los sufrimientos del paciente, que lo llevará inevitablemente a la muerte. Todas estas interrogantes obligan a conducir el tema al ámbito de la antropología filosófica y teológica, así como al de la ética y el derecho, puesto que lo que está en juego en este nuevo panorama no es solo la enfermedad del paciente en cuanto a su dignidad de persona en el ocaso de la vida, sino que también el ethos cultural de la sociedad y los valores o desvalores que la animan en torno a la muerte.
Ya pertenece al lenguaje común hablar de eutanasia, muerte digna, encarnizamiento terapéutico, cuidados paliativos, medios proporcionados y desproporcionado. Según diversos autores, la comprensión de estos conceptos es inseparable de la visión que se tenga tanto de la vida y su sentido, como de la muerte. Estos términos no siempre se han entendido de modo adecuado y que muchas veces, usados de modo equívoco, han sido motivo de gran confusión, y quienes se ocupan del tema, comienzan exigiendo la máxima precisión.
Una sociedad que no es capaz de dar lo mejor de sí a sus enfermos, para hacer más humana su precaria existencia, ha perdido el norte. Francisco habla de la "cultura del descarte". Y frutos de esta desorientación es la exacerbación de la libertad individual, la falta de solidaridad hacia los enfermos, y como corolario, la incapacidad de hacerse responsable de ellos. Confiemos que una adecuada reflexión ilumine a los legisladores de tal forma que las leyes por ellos emanadas, por una parte, salvaguarden la dignidad de la persona que se encuentra en tan importante y a veces dramática etapa de la vida, y por otra, contengan un elemento educativo que contribuya a que todos los miembros de la sociedad se hagan cargo de los más débiles.
Héctor Vargas, obispo de Temuco