Hasta antes del 18 de octubre de 2019 dudaba que aquel largo sueño neoliberal chileno llegase algún día a su fin. Pero el milagro aconteció. Chile despertó y lo hizo identificando sus propios anhelos democráticos con la larga lucha de nuestros pueblos por reconocimiento y dignidad, por justicia y reparación. Prueba de ello tres banderas de profundo significado que coronaron marchas y cabildos de Arica a Magallanes: nuestra rebelde Wenufoye, la ceremonial Wüñelfe y también la Wiphala de los pueblos andinos, "el triunfo que ondula al viento" según su significado en aymara.
Los mapuche, por cierto, despertamos mucho antes que los chilenos. Me atrevería a decir que el mismo día dos del retorno de la democracia. Quinquén, Truf-Truf, Ralco y Lumaco fueron cuatro emblemáticos conflictos de los noventa que tempranamente instalaron en Wallmapu la contradicción "pueblo mapuche versus modelo de desarrollo"; "pueblo mapuche versus institucionalidad del Estado". Treinta años han pasado ya de aquellas luchas. Sí, nuestro despertar fue mucho antes que el chileno y los costos que hemos debido pagar por ello han sido altos y dolorosos.
¿Qué nos jugamos los mapuche en el próximo plebiscito y proceso constituyente? Algunos, ingenuamente, suponen que nada. Que no interesa. Que da lo mismo. Que es "cosa de winkas". Créanme no es así. Nos jugamos nada menos el marco constitucional con el cual nuestras luchas (para bien o para mal) deberán lidiar por las próximas cuatro o cinco décadas. Y también la disputa por una hegemonía cultural blanca que por demasiado tiempo nos ha sido esquiva y desfavorable, cuando no absolutamente contraria.
Reescribir juntos, chilenos y mapuche, una nueva constitución es un desafío democrático de primer orden, histórico si se quiere. Podría canalizar no sólo los anhelos de justicia social de las grandes mayorías de chilenos y chilenas, también las postergadas aspiraciones de justicia, territorio y libertad del conjunto de las primeras naciones que hace siglos, tal vez milenios, hicieron de este bello rincón del mundo su hogar. Es lo que nos jugamos el próximo 25 de octubre, en exactos siete días más.
Les soy honesto. Fuera del proceso constituyente no veo a corto y mediano plazo caminos de solución al conflicto que cada día recrudece en intensidad y violencia en nuestra región. Lo hemos visto, persiste la conflictividad alimentada por la propia ineptitud de quienes nos gobiernan, hábiles para presentar querellas, pero incapaces para avanzar en reconocimiento de derechos, reparación del daño causado y transferencia de poder y competencias a los pueblos originarios, medidas propias de democracias modernas.
El proceso constituyente, en cambio, nos ofrece una inédita oportunidad de diálogo interétnico con la sociedad no indígena, clave si queremos avanzar en un entendimiento mutuo más allá del Estado, la clase política y sus deficiencias.
En momentos en que chilenos y chilenas se cuestionan tantas cosas -los negativos efectos del modelo económico, la mercantilización de derechos sociales, la corrupción política y el abuso de poder- bueno sería invitarlos también a repensar su relación con nuestras comunidades, a deconstruirse de más de un siglo de negación y menosprecio de sus verdaderos ancestros. Ello implica participar, aunar voluntades de cambio, no restarse.
La nueva constitución, plurinacional e intercultural, será la casa grande que heredaremos a las nuevas generaciones. Que sea una ruca donde por fin quepamos todos y todas.
En momentos en que chilenos y chilenas se cuestionan tantas cosas bueno sería invitarlos también a repensar su relación con nuestras comunidades, a deconstruirse de más de un siglo de negación y menosprecio de sus verdaderos ancestros.