"Es lo que hay"
Extracto del libro de Begoña Ugalde
Cuando llegó el verano, empecé a ir a la playa al menos una vez por semana. Hacía tanto calor adentro del piso que andaba todo el día en traje de baño. Por supuesto me resultaba cada vez más difícil concentrarme en la tesis. Además, la niña tenía sed todo el tiempo. Yo le daba agua y ella me pedía teta. Cuando al fin atardecía, y lograba dormirla, salía al balcón, destacador en mano, y me quedaba leyendo los libros que había fotocopiado de la biblioteca. A veces me dormía sobre la silla de playa y soñaba que viajaba a pie por los campos devastados, con mi fusil en el hombro. También soñé una vez que vivía en una comunidad escondida entre las montañas, junto a un grupo de mujeres musulmanas y un hombre callado y sereno que tenía la misma cara de Juan. Bailábamos en círculo, preparábamos cuscús en unas ollas enormes y nuestras hijas jugaban en la tierra, con piedras y palitos.
Federico me despertaba al llegar y comíamos juntos. Después nos acostábamos sobre las sábanas y hablábamos. Más bien me dedicaba a escucharlo. Le gustaba enumerar las cosas que extrañaba de Chile y, sobre todo, desahogarse por los malos tratos que recibía en el curro. Los cocineros solían entregarle los paquetes sin mirarlo, a pesar de que ya los conocía hace meses. También lo ponía mal la forma en que lo trataban los clientes. Gente que pagaba para que le subieran seis pisos a pie una cajetilla de cigarros, los flojos culiaos. Una vez tuvo que pedalear diez kilómetros cuesta arriba para llevarle un six pack de cervezas a un pijo que ni siquiera le dio las gracias. Cosas así.
Como yo no me quejaba de nada, Federico empezó a sospechar de verme tan tranquila. Me preguntaba si tenía un amante, cuál era mi secreto. Yo me reía, pero no le confesaba que desde que fumaba la marihuana de Juan todo se me hacía más llevadero. Que le había comprado otro poquito, y que me fui acostumbrando a fumar también después de almorzar, mientras la niña dormía la siesta. Ir al parque cuando despertaba era mucho más divertido. Disfrutaba enormemente echarme sobre una manta y mirar a los perritos jugar. O a los basquetbolistas que encestaban pelotas moviéndose como panteras, al ritmo del trap. O a las madres musulmanas, que parecían pasarlo genial hablando entre ellas, mientras sus hijos se columpiaban. Y a los adolescentes dándose besos y tomándose fotos. O a la Dalia rodando sobre el pasto, hasta quedar mareada. Agu agu aguaaaaa ma ma mamaaa. Podía conversar con ella por horas. Un diálogo de ruidos ininterrumpidos. Ruidos que yo aprendí a traducir y que a veces eran imperceptibles para el resto. Me decía a mí misma que no le enseñaría a hablar. Que, al contrario, ella me enseñaría a mí a hablar de nuevo. Un lenguaje que expresara otra relación con el mundo. En vez de tomar el acento de acá, o seguir asimilando palabras ajenas, o aprender a hablar catalán, o castellano neutro. Yo hablaría como ella. Y no ella como yo. Y también aprendería de su silencio, que decía tantas cosas. A veces, cuando la amamantaba, sentía que me transmitía sus deseos con la mente. Le hacía caso entonces al impulso de comprar una sandía, aunque fuera carísima. O tomábamos un tren a media tarde, para jugar un rato en la arena y mojarnos los pies en el agua tibia y turquesa del Mediterráneo, viendo los cruceros detenidos sobre el horizonte.
Si el calor era mucho, evadíamos las horas de sol, quedándonos en la casa, con las persianas cerradas, dibujando animales, armando «rucas» con toallas, sábanas y cojines. O le preparaba baños de espuma con el jabón de mano que vendían en el supermercado. Se pasaba un rato largo chapoteando dentro de una palangana, mientras yo escuchaba música y escribía cosas sueltas, o hablaba con mis amigas por Skype.
A veces, cuando Federico llegaba, nos habíamos quedado dormidas con ropa, en nuestra cama, aún desecha de la noche anterior, y la casa era un desastre. Él protestaba un rato, diciendo que no se podía vivir en ese caos. Yo lo mandaba a la mierda, le decía que no tenía por qué estar limpiando todo el día, que la casa era un trabajo de tiempo completo y a veces necesitaba tomar vacaciones. Discutíamos un buen rato, sin alzar la voz para no despertar a la niña. Pero al irnos a acostar, entrelazábamos nuestros pies, o él me hacía un masaje en el cuello, y lográbamos hacernos amigos de nuevo, en la oscuridad de nuestra pequeña pieza. También poníamos a la niña a dormir en el pasillo y hacíamos el amor. Intensamente. Metiendo ruido. Como antes de ser madre y padre, y de cambiar de país.