Esta semana se conmemoró en todo el mundo el Día Internacional del Libro, fecha que celebra la lectura, la industria editorial y el derecho de autor. Es un día muy simbólico para la literatura mundial ya que en esa fecha, un 23 de abril, fallecieron Cervantes, el Inca Garcilaso de la Vega y también Shakespeare, tres acorazados de la lengua y literatura castellana e inglesa.
Es un día especial para los escritores. Lo usual son las charlas y presentaciones de libros, esto último suspendido hasta nuevo aviso por la pandemia global. Sin embargo, ello no me impidió pasar gran parte del viernes pasado en actividades virtuales con colegios, liceos y universidades interesadas en mis obras.
Hubo una pregunta recurrente: ¿Cómo fueron mis inicios en la escritura? Acostumbrado a responder más bien sobre el conflicto, la política indígena o del actual proceso constituyente, la pregunta en apariencia simple me puso en apuros. Tuve que hacer memoria. ¿Cuándo se despertó en mí esta pasión por las letras? Partí reconociendo que primero fue la lectura y después, con los años, la escritura.
La culpa fue básicamente de mi madre, Jacinta Millaqueo, una gran lectora de periódicos, revistas y que nos inculcó desde muy pequeños, vía el ejemplo, este hábito a mí y a mis hermanas. Hizo que desde pequeño tuviéramos inquietudes lectoras. En esos años yo leía de todo, incluida la Biblia, un libro que más que religioso siempre me pareció una fascinante novela histórica. Lo sigo pensando, en especial el Antiguo Testamento.
Me tocó ser niño en los años ochenta. Sin Internet ni mucho menos computadoras o celulares inteligentes, eran las enciclopedias nuestro Google, nuestra Wikipedia. Mi madre las compraba en cuotas a vendedores viajeros que, maleta en mano, recorrían los pueblos y a veces también las comunidades mapuche de la región. Eran libros gigantes y bellamente ilustrados.
En casa las había de historia universal, biología, artes y también de ciencias. Fueron mi ventana a otros mundos, a otras culturas y a un conocimiento que hasta hoy atesoro con cariño. Todo gracias a la visión de una culta mujer mapuche que pudiendo seguir estudios universitarios optó por dedicarse a sus hijos. Ella es la primera gran responsable de que sea escritor. Pero le sigue de cerca mi escaso talento para el fútbol.
Obviamente, como todo niño, soñé con ser futbolista. Hasta jugué en un club de Nueva Imperial, mi querida comuna de origen. Lo hice en el glorioso Deportivo Prat, un equipo pobre pero honrado cuya sede era una cantina ubicada en las cercanías de la línea férrea. Fui defensa en las inferiores del equipo. Jugábamos todos los fines de semana y hacíamos de local en la cancha Matadero. Allí intentaba emular las jugadas del crack mapuche de aquella época, el gran Alfonso Neculñir de Colo-Colo. Pero lo mío era más entusiasmo que talento. Me lo confesó un día el propio entrenador. Entendí el mensaje y colgué para siempre los botines.
Desechada la idea de ser futbolista, los libros pasaron a ser entonces mi principal pasatiempo. Primero enciclopedias y luego novelas de aventuras o ciencia ficción. Francisco Coloane, Julio Verne, Jack London, Hemingway, Asimov, autores que poblaron mi infancia de historias. Más tarde comencé a escribir. Lo primero fueron diarios de vida, pese al bullying de mis hermanas que rápidamente me apodaron "Ana Frank". Tenía 15 años. Aún tengo algunos por ahí, escondidos y bajo siete llaves.
Quien lee, tarde o temprano, escribe. Es lo que puedo concluir al mirar hacia atrás.
Desechada la idea de ser futbolista, los libros pasaron a ser entonces mi principal pasatiempo. Primero enciclopedias y luego novelas de aventuras o ciencia ficción... Quien lee, tarde o temprano, escribe.