Amor a distancia
Adelanto del libro "La mitad fantasma" Por Alan Pauls
Nadie conocía mejor que él la resaca que sucedía a esos picos de entusiasmo. Viajar con. Estaba desesperado, pero no era un idiota. Podía apreciar el lado bueno de la metáfora. Podía incluso defenderla en voz alta ante cualquiera. Amor a distancia. Se sabía ese texto de memoria; lo mejor de los dos mundos: la vida del otro como misterio, la libertad que da la lejanía, la intensidad de los contactos esporádicos, la falta de rutina y de obligaciones, el antídoto contra el cáncer de la duración, el aburrimiento, etc. Lo tenía a flor de labios, como un as bajo la manga o el falso gotero homeopático con su fondo de veneno. Le gustaba enriquecerlo con un par de notas al pie de último momento, encantado de usarlo para ridiculizar al desconocido borracho que, en medio de una fiesta, con su mejor tono de mártir conyugal, le preguntaba por el secreto de un porvenir amoroso feliz.
Pero era un lado que duraba poco, y Savoy sabía que las metáforas son útiles cuando son longevas. Aunque la herida por la que sangraba era difícil de localizar -la ablación de la que provenía era masiva -, era el primero en necesitar, en agradecer los servicios de una prótesis, de cualquier prótesis, incluso la del Skype, que lo obligaba a emprender en tiempo récord, bajo presión, el trabajo de desprogramación y reprogramación que se había negado a hacer durante años, que en el fondo seguía negándose a hacer -sus forcejeos cotidianos con el Skype eran pura supervivencia -y que solo hacía superficialmente, en modo shadow playing, como vio que una vez que hacía alguien que rozaba el teclado de un piano en una fiesta, quizá la misma donde el borracho desconocido había intentado arrancarle sus secretos, de modo que lo que sonaba no era del todo una música sino su víspera, su posteridad, su sombra. Savoy no tenía más remedio: su "programa original", como llamaba a la mezcla vieja y mal calibrada de reflejos plavlovianos que activaba en él el amor, tenía poco que ofrecer para aplacar el cosquilleo -ni hablar del dolor -que recorría toda la extensión de su miembro fantasma, mal llamado su cuerpo. Pero ¿qué podía hacer si, apenas colocada, la prótesis comenzaba a fallar, ajustaba demasiado o demasiado poco? ¿Qué si los bordes de su base inofensiva, diseñada para un calce limpio, perfecto, empezaban a magullarlo, se le hundían en la carne y le laceraban la piel, haciéndolo sangrar más, más profundo, que la mutilación misma?
Empezó a obsesionarse con la puntualidad, un remilgo al que siempre había sido indiferente. Lo notó primero donde menos se lo esperaba: en la pileta. Al cabo de semanas de estudiar la relación entre franjas horarias y asistencia de gente, un sondeo emprendido sin otro criterio que el de la prueba y error, donde Savoy, que se obligaba a ir a la pileta en cualquier momento del día, era a la vez observador y observado, había llegado a identificar los días y horas que le garantizaban la condición primordial para nadar más o menos agradablemente: tener un andarivel para él solo, a lo sumo para él y otro nadador más, en lo posible una nadadora, porque compartir andarivel con mujeres no le despertaba el sordo furor competitivo que le despertaba compartirlo con varones. Pronto descubrió que la franja horaria que le convenía, determinada a partir de una observación empírica, atenta pero sin mayor respaldo estadístico, presentaba sin embargo límites estrictos, tan nítidas como las coloridas guirnaldas de flotantes que trazaban los andariveles en la pileta.