El Cautinazo
¿Qué consejo darías a Gabriel Boric respecto de la Araucanía?", me pregunta la periodista Ximena Torres Cautivo. "Sé que gusta de leer historia y que admira al presidente Allende. Le recomendaría estudiar el Cautinazo, sacaría varias lecciones útiles sobre cómo tratar con el pueblo mapuche y, lo principal, cómo resolver los conflictos en el sur", le respondo. "¿El Cautinazo?", me contrapregunta Ximena, disculpándose por desconocer de qué se trata.
En verdad pocos lo saben. El Cautinazo fue una de las más grandes protestas sociales que debió sortear el gobierno de la Unidad Popular, un gigantesco levantamiento indígena que iniciado a fines de 1969 implicó la ocupación de miles de hectáreas usurpadas a las jefaturas mapuche a lo largo del siglo XX. Fueron más de doscientas mil las hectáreas recuperadas por los mapuche a punta de tomas y corridas de cerco. La mayoría en Cautín, de allí su nombre.
Descontentos con la reforma agraria que no reconocía las tierras usurpadas y llenaba de campesinos chilenos pobres los asentamientos de la CORA -"una nueva invasión winka", recordaba mi abuelo-, decenas de comunidades optaron por ocupar los fundos de Cautín, enfrentándose a latifundistas y la propia fuerza pública. Dos años duró aquella gran movilización. Entremedio hubo desalojos violentos, enfrentamientos, muertos de lado y lado y centenares de mapuche desfilando por tribunales y calabozos. Calcado a nuestros días.
Cuesta creerlo, pero ni Salvador Allende se libró de la rebelión mapuche. Tal como Pinochet más tarde. Y tal como todos los gobiernos democráticos posteriores, hasta el actual de Piñera. La diferencia fue la forma en que Allende zafó del conflicto, apaciguando las aguas con la visión propia de un estadista. Primero, ordenó el traslado de parte de su gabinete a Temuco. Por semanas permaneció en la zona Jacques Chonchol, ministro de Agricultura, dialogando con los mapuche pero sobre todo escuchando y aprendiendo de ellos.
Fruto de aquella tarea fue la Ley Indígena del año 1972 que reconocía la usurpación de tierras mapuche, garantizando su devolución (vía expropiación) en un proceso paralelo a la reforma agraria. La ley había sido elaborada por los propios mapuche y sancionada en un masivo Congreso Araucano donde fueron invitados altos personeros de la UP. El propio Allende llegó a Temuco en marzo de 1971 para sancionar los acuerdos y garantizar su cumplimiento. Una multitudinaria concentración escuchó su emotivo discurso. Lo acompañaban entre otros el cineasta Raúl Ruiz, por entonces comisario fílmico de la UP. Su película "Ahora te vamos a llamar hermano" trata de aquella junta.
"El problema de los mapuches no puede solucionarse sólo en función de la reforma agraria", le dirá más tarde Allende al cineasta estadounidense Saul Landau, hablando del tema en el jardín de su casa de Tomás Moro. "Aquí hay un problema antropológico cultural, de raza, de un pueblo distinto a nosotros los chilenos. Este no es un problema de un día, será un problema de muchos años. Ellos a nosotros nos llaman winkas", agregaría Allende, pedagógico.
Razón tenía el mandatario. Los mapuche llamaban winka a los chilenos y también a sus autoridades, lo que incluía al propio Allende. Es decir, extranjeros o invasores en esta tierra. "Winka koila" también llamaban los mapuche a quien con artimañas engañaba o mentía, al que prometía sin cumplir lo pactado. Fueron algunos de los aprendizajes que tuvo Allende con el Cautinazo. Bien haría el presidente electo en tomar nota de aquello.
"Aquí hay un problema antropológico cultural, de raza, de un pueblo distinto a nosotros los chilenos. Este no es un problema de un día, será un problema de muchos años. Ellos a nosotros nos llaman winkas", agregaría Allende, pedagógico.