De acuerdo con estimaciones del Banco Mundial, Chile produce poco más de 17 millones de toneladas de desechos al año, y de éstas, 7,4 millones de toneladas se generan en los hogares. De esta manera, nuestro país es el segundo de América Latina que genera más basura per cápita, ya que en promedio, cada persona produce 1,1 kilo de residuos al día, pero solo el 10% va a reciclaje, cifra ínfima respecto de un promedio de 60% que va a reutilización en las naciones desarrolladas.

Sin embargo, en los últimos años ha habido avances en la materia. Según la Encuesta Nacional de Medio Ambiente de 2020, el 40% de los chilenos recicla, el doble que lo registrado en la encuesta de 2016. Este mayor interés se aprecia en La Araucanía, donde los puntos limpios y de reciclaje han crecido.

La mayor cantidad de puntos de reciclaje responde al interés que hay en la ciudadanía por dar una buena disposición a los desechos susceptibles de ser reaprovechados, lo que ha llevado a que una importante cantidad de residuos no llegue a rellenos sanitarios y sea recuperado, como es el caso de metales, envases, papeles, cartones, latas de aluminio y vidrios. No obstante, la ciudadanía expresa en ocasiones sus críticas porque el retiro de los desechos no es oportuno, lo que significa que algunos puntos de recolección parecen convertirse en minibasurales.

El reciclaje se ha hecho parte de la vida diaria de familias, cuando depositan los desechos en los puntos limpios que han determinado las municipalidades.

Es muy largo el camino que queda por recorrer. Tal vez algún día se masifique la idea de que los residentes separen los productos y los camiones recolectores hagan un buen aprovechamiento de ellos, en forma segmentada, para que no terminen todos los desechos en los vertederos de basura.

En el antiguo Código de Hammurabi se encuentra una de las versiones más antiguas de la ley del Talión, un principio jurídico de justicia retributiva que apelaba a un castigo idéntico al crimen cometido. Hay un pasaje bíblico que identifica este principio de la manera más clara posible: ojo por ojo, diente por diente. Por cierto se trata de una idea abandonada por que apela a cierta venganza, que poco o nada tiene que ver con la justicia, concepto que ha venido evolucionando con los años, y que nos lleva a reflexionar acerca de la virtud del perdón y la clemencia con que se materializan los castigos en la esfera penal.

Lo anterior parece muy adecuado a nuestros tiempos, si es que hablamos de ciencia jurídica, pero fuera de ella, en el criterio popular del hombre que vive y respira lo que ocurre usualmente en nuestras calles, esas ideas parecen haber caído en desuso. La efervescencia de las masas quiere sangre, buscan en las condenas un acto que suene a escarmiento real, a ejemplo para el que tiene intenciones de desviarse, de meter la pata en la vereda equivocada. Muchas veces me enfrenté a conversaciones con quienes sostenían que la pena de muerte era absolutamente necesaria, fundamental en ciertos casos. No puedo negar que costaba sostener un argumento contrario en base a principios y conceptos etéreos, apelando a una filosofía evolutiva que nos debiese alejar del revanchismo.

En Chile, la abolición de la pena de muerte tuvo mucho que ver con el retorno a la democracia, con los crímenes cometidos en el período anterior. Basta con señalar que su término fue propuesto por el presidente Patricio Aylwin, y tras once años de tramitación en el congreso, fue bajo el mandato de Ricardo Lagos que se determinó su exclusión del catálogo de sanciones penales. Luego, lo esperable era transitar a una sociedad más pacífica. Al menos era lo que yo esperaba, pero no fue así. La inocencia se va perdiendo con los años, los equilibrios se gradúan, el contrapeso de las fuerzas sociales es algo que cuesta entender desde una lógica pacifista, porque cuando el Estado baja la guardia, esconde las armas, otros aprovechan para desempolvarlas. En los últimos quince años, el fenómeno ha sido dramático, herir o matar se ha convertido en un acto frecuente, la tasa de homicidios crece como la espuma, y en esa realidad palpable, concreta, nadie hace nada. Un par de discursos, declaraciones de buenas intenciones, al final todo queda en cero, como esperando que un rayo celestial enfríe las cabezas calientes y nos abracemos fraternalmente como hijos de una misma tierra, partícipes de una historia que nos acerca y humaniza, y todos sabemos que eso no va a ocurrir.

Tal como ocurre en países con índices de desarrollo humano muy superior al nuestro, se impone regresar a políticas públicas que reafirmen que el monopolio de la fuerza le corresponde al Estado, dentro de un esquema de legalidad que ponga límite a los abusos policiales, pero con plena conciencia de la necesidad de reconquistar la paz y seguridad para la ciudadanía, sin engrupirnos con el discurso mareador y retorcido de las violaciones a los Derechos Humanos, que deben tener un papel importante en el organigrama jurídico, permanecer presentes, pero jugando un rol muy distinto del que vemos hoy por hoy; con una cuota de criterio social, de respeto por la institucionalidad y el orden público como pilares fundamentales de una sociedad que aspire a retomar la senda del desarrollo y el crecimiento sostenible. Los Derechos Humanos no deben ensuciar el debate público, tampoco entorpecer el funcionamiento de las agencias protectoras de la seguridad ciudadana. Su función esencial es convertirse en aval de las buenas prácticas, porque la sociedad no es un ente inmóvil, su movimiento es permanente, así mismo el Derecho debe mantenerse alerta y movilizarse en consecuencia, y aquello no excluye a los Derechos Humanos.

Gonzalo Garay Burnas,

abogado y escritor